Fatiga de la compasión
El relato mítico del triunfo y el fracaso ha contaminado nuestra manera de ver a los excluidos; ahora, los juzgamos
Los pobres ya no son lo que eran. Los pobres que veíamos los que no somos pobres estaban en la puerta de las iglesias con la mano tendida. Eran los mendigos galdosianos que formaban parte de la comedia humana. Eran personajes y actuaban como tales. En algunos casos, hasta respondían a un nombre propio. Ocurre que cuando Cáritas hace público su informe sobre la pobreza no podemos dar crédito a las cifras que nos presentan: más de ocho millones de personas en España están en peligro de exclusión o viven en ella de manera persistente desde hace años. Un 18% de la población. Pero no reparamos en ellos porque no responden al estereotipo imaginario del pobre. A nosotros nos gusta que los pobres vistan como tales. Son tan invisibles a nuestros ojos que debiendo haber sido esta la noticia de la semana nos hemos dedicado casi exclusivamente a informar sobre el mamoneo de los pactos. No me sale otra palabra, lo siento: mamoneo. Cuando los 120 expertos que han elaborado el Informe FOESSA nos advierten de que el ascensor social se ha roto en nuestro país, de que el que nace pobre morirá pobre, de que España es un buen lugar para vivir, pero no lo es para procrear, trabajar, ni para que se tenga en cuenta a los desamparados en las decisiones políticas; cuando se reitera que el problema que más preocupa a los trabajadores precarios es la vivienda y que perderla significa sumergirse de lleno en la exclusión; cuando el problema es perder un techo, y sin embargo solo se debate en estos fatigosos días sobre la repartición de sillones, presagias que algún día pagaremos por este olvido vergonzoso.
Contaba en la radio Guillermo Fernández, coordinador del informe sobre exclusión, que cada mañana, cuando sale de su casa en el barrio popular de Manoteras (Madrid), distingue a esos vecinos que perdieron su trabajo hace tiempo, los observa bastante deteriorados. Salen a la calle temprano, como si fueran a un trabajo, andan buscando algo, recuperar vínculos, establecer nuevas relaciones. Él sabe que son pobres. Los reconoce. Y entonces entiende su desgana a la hora de ir a votar. Están cabreados. Se sienten excluidos de la agenda política. Su indignación puede en algún momento encontrar un desahogo reivindicativo o convertirse en esa ira de la que se sirven los líderes tramposos. Luego están los pobres que trabajan, aquellos que se descabalgaron del mileurismo y llevan a casa 500 o 600 euros al mes. No pueden tener proyectos vitales. ¿Qué le supone a un ser humano no poder hacer planes, ni imaginar una perspectiva mejor para sus hijos? El discurso dominante, ese relato mítico del triunfo y el fracaso ha contaminado nuestra manera de ver a los excluidos; ahora, los juzgamos: en alguna medida se les considera responsables de su fracaso, y más aún si no votan aquello que deberían. Se merecen su futuro de mierda.
Una parte de la sociedad, aquella que cree tener anticuerpos contra la enfermedad de la pobreza porque han nacido en el privilegio, se olvida de los pobres. Hay también un cansancio, una fatiga de la compasión. Tal vez por eso el debate se centra en el tira y afloja de lo territorial, que encubre lo urgente. Pero ellos están ahí, salen cada mañana de casa, esperan un milagro, trabajan por una miseria, temen perder el techo. Y de momento no han perturbado nuestro bienestar. No nos han castigado por tan humillante olvido.
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