La vergüenza de volar
El sector aéreo se enfrenta a la vergüenza de tomar el avión. Un movimiento por el decrecimiento en la aviación para frenar el calentamiento global
NO ES MIEDO a volar. Por suerte, nunca he sentido vértigo ni náuseas, ni tampoco pensamientos lúgubres, ni siquiera aquel día, con grandes turbulencias, en que un pasajero, con los nervios rotos, se echó a reír a carcajadas y gritaba con angustiosa alegría profética: “¡Nos vamos a caer! ¡Nos vamos a caer!”. No es desasosiego por la falta de espacio, aunque también. Cada día más encajonado, con las rodillas hincadas en el asiento anterior. Esa sospecha de que cada noche, en el hangar de los ajustes, alguien atornilla un milímetro menos. No, lo que siento lo expresa con precisión el titular del periódico que hojeo en las alturas: “El sector aéreo se enfrenta a la ‘vergüenza de tomar el avión” (Le Monde, 4 de junio de 2019).
En Suecia, donde más se ha popularizado, tiene ya un nombre propio: Flygskam. La vergüenza de volar. Es un movimiento en rápida expansión. Un activismo de la vergüenza que se ha internacionalizado con la creación de la plataforma Stay Grounded, con el significado de “quedarse o permanecer en tierra”, aunque la red es conocida también, en español, por la traducción literal, que sugiere una posición convincente: con los pies en el suelo. Qué magnífico nombre para poner algo en marcha. O pararlo. En Stay Grounded participan más de 100 asociaciones ambientalistas con el propósito de elaborar medidas y estrategias para cambiar el actual modelo de transporte aéreo, altamente contaminante, y lograr su decrecimiento. Ese es el título, Decrecimiento de la aviación, de la conferencia internacional que se celebrará en Barcelona a mediados de julio. Un encuentro que se realizará sin vuelos. En largas distancias, la participación será por Internet.
En su gira por Europa, la muy joven activista Greta Thunberg se negó a viajar en otro medio que no fuese el ferrocarril. Hay quien mira a esta adolescente como a un extraño ser de Orión, pero más bien recuerda a los niños y niñas prodigio del Renacimiento italiano que dejaban pasmados a papas y príncipes aconsejándoles en latín y griego con verdades que “salían del alma”. Como nos recuerda el sabio Cunqueiro, no faltaron cascarrabias que se levantaron contra este “humanismo infantil” renacentista y denunciaron a estas voces del alma como “elementos perturbadores”. El caso de Greta no deja de ser la representación contemporánea del cuento de El traje nuevo del emperador, de Andersen. Unos estafadores convencieron al monarca de que vistiera una ropa inexistente haciéndole creer que era un traje maravilloso. Cortesanos y súbditos siguieron la bola. Hasta que un niño grito: “¡Pero si va desnudo!”. Y esto es lo que está pasando con el eufemismo de “cambio climático”.
El traje hecho hasta ahora para los emperadores del siglo XXI es otra estafa. Van desnudos. Parece que solo se dan cuenta los niños y adolescentes. Una generación que se está echando a la calle con palabras que salen del alma de la tierra. Una muestra de la estafa del traje del emperador es que en el Acuerdo de París de 2015 se dejaron asombrosamente de lado las emisiones del transporte aéreo. Suponen, entre dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero, un 5% de las emisiones dañinas en el planeta, y van en crecimiento. La huella de carbono en un vuelo de ida y vuelta entre París y Pekín es de 1.239 kilos de emisiones de CO2 por pasajero. Puede equivaler a tres metros cuadrados de casquete polar ártico derretidos.
El calentamiento global no es ya una amenaza real. Es la realidad. Estamos traspasando la línea roja y viviendo los efectos de esta guerra sucia, no declarada, contra la naturaleza. Según un informe de la Unión Europea, se calcula que 258 millones de personas han tenido que migrar por causas ambientales.
La onda expansiva del Flygskam sueco, de la vergüenza de volar, ha sacudido el congreso anual de la Asociación Internacional del Transporte Aéreo (IATA), celebrado a principios de este mes en Seúl. El director general de esta organización que agrupa a las compañías aéreas, Alexandre de Juniac, se ha tenido que referir por vez primera a este movimiento de la vergüenza a volar: “Nos inquieta”. Sería preferible oírle decir: “Nos avergüenza”.
Yo tengo esperanza en el sentimiento de vergüenza. Una extraordinaria aplicación incorporada, heredada, que no deberíamos desactivar nunca. El primer paso para la toma de conciencia. Entre otras, siento mi propia vergüenza de volar. La necesidad de poner un tope. Con los pies en el suelo, no nos queda otra que desandar las huellas del desastre.
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