Buhoneras
Ser escritora, asumirlo como profesión a tiempo completo, es perder la noción de la diferencia entre vida y trabajo
Promocionar un libro es convertirte en buhonera. Es recorrerse España y, si tienes suerte, dar el salto a algún país vecino europeo o cruzar el charco. Es ir de feria en feria, de librería en librería, a veces con la ilusión de encontrarte con libreras y libreros queridos, a veces con la desazón de visitar una feria del libro e irte sin haber encontrado un solo lector interesado, después de estar sentada en una caseta viendo a la gente pasar o, peor, contemplando una larga cola para el youtuber de turno. Dependiendo de la generosidad y las posibilidades de tus anfitriones, puedes dormir en hoteles de 4 estrellas o en pensiones en las que encuentras pelos en el lavabo y manchas sospechosas en las sábanas. A veces viajas acompañada, a veces sola; a veces te encuentras con colegas en aeropuertos e intercambias anécdotas, hablas de lo mal que está la profesión, de la precariedad, de lo deprimente que es hacer una presentación y que vengan tres personas a verte. A veces también celebras tal o cual encuentro literario, tal librería, tal premio, una segunda edición.
Ser escritora, asumirlo como profesión a tiempo completo, es perder la noción de la diferencia entre vida y trabajo: no hay horarios, no hay fines de semana, no hay periodo de vacaciones porque cuando estás libre lo que toca es escribir o pensar en escribir. Y lo normal es no estar libre porque hay que publicar artículos en prensa, participar en programas de radio, dar charlas y conferencias, aceptar encargos y no decir nunca que no a una invitación remunerada. Si se preguntan por qué tanta necesidad, igual es que no saben que el porcentaje normal que se lleva un escritor por cada libro es el 10%. Hay que vender muchos para conseguir un sueldo digno.
Como los antiguos buhoneros, también nosotras tenemos que ser amables y sonreír siempre, darlo todo en cada presentación y en cada encuentro porque sabemos que nuestros lectores y lectoras se lo merecen, porque han elegido leerte a ti con la cantidad de opciones que tienen, porque han compartido contigo horas de sus vidas. Cada mirada concentrada, cada sonrisa amable, cada gesto de interés e incluso admiración que ves corresponde a una persona que espera lo mejor de ti. Y ese contacto con lectores es un regalo que nos da la profesión, pero al mismo tiempo que genera adrenalina, energía y entusiasmo, desgasta intelectual y emocionalmente. Hace poco compartía mesa redonda con una escritora a la que no conozco mucho, pero que me causa gran simpatía. El moderador señaló el contraste entre su timidez al hablar y su coraje al escribir. Sin inmutarse demasiado, mi colega explicó que por esa misma timidez escribía y que no le gustaba hablar en público. Ella, como todas, sabe que, si se encerrara a escribir, no sobreviviría en el campo literario, a pesar de ser una escritora consagrada.
Aun así, yo no cambiaría esta profesión por ninguna otra, y de hecho dejé una plaza asegurada para dedicarme a escribir. Igual, como siempre me dice mi madre, tengo espíritu de buhonera. Sí quería compartir, sin embargo, ese lado más difícil de la profesión que muchas veces no se ve. Advertirles de que, si de vez en cuando nos encuentran algo desabridas, insulsas o distantes, si ven que nos cabreamos porque nos ofrecen trabajos mal remunerados o directamente no quieren pagarnos por nuestra actividad profesional, entiendan que la mayoría de nosotras somos buhoneras —en vez de paños de seda de Oriente, vendemos palabras— y no nos gusta que nos desprecien o nos regateen el producto.
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