_
_
_
_
LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un fantasma vuelve a la mesa

El solomillo era un emblema, proporcionaba una carne tierna y sin gracia. Sufrió pena de destierro

El solomillo Wellington.
El solomillo Wellington. Getty

Hicieron falta muchos años para sacar el solomillo de la alta cocina. Era uno de los símbolos de una cocina destinada a quedar atrás, pero se trataba de un recurso tan fácil que hubo resistencia. Acabó sucediendo y los primeros noventa certificaron el final de un mito. Había sido el santo grial de las nuevas clases medias, como antes lo fue para los poderosos que dominaron la era de la cocina excluyente, pero por muchas vueltas que le dieras apenas ofrecía más que ternura y precio. No había nada, o casi nada, debajo de las patatas suflé, los medallones de foie-gras o las salsas perigourdinas, con su trufa bien picada, que lo acompañaban en las mesas de mantel largo y cubertería de plata, o más allá del chorretón de queso azul o la costra de pimienta de los comedores de la nueva burguesía urbana. Pasado el carácter del acompañante, apenas quedaba algo que no fuera textura. El solomillo proporcionaba una carne tierna y sin gracia. El éxito venía más del precio, empujado por la escasez —solo dos por animal y más bien chicos—, que de alguna prestación real. No tenía sentido y acabó desapareciendo.

Nada era igual a lo de ahora, aunque en el fondo todo fuera tan parecido que terminaba siendo prácticamente lo mismo; las cocinas acaban formando un bucle infinito que se retuerce sobre sí mismo. Los restaurantes tenían clientes, que se sabían comensales sin necesitar otras etiquetas, y se distinguía entre cocinero y restaurador (lo fueron los grandes mitos de la época; en España, Horcher, Cortés, Oyarbide o Juliá). Comíamos en la calle o en los bares, a veces con los dedos, o en plan cotidiano y familiar, sin saber nada, pobres ignorantes, del street food, el finger food o el confort food. No entendíamos que lo bueno ascendía a la categoría de porn food (una nueva forma de ver la comida, dicen; una forma infantil de exhibir éxito y atrevimiento en Twitter o Instagram, pienso), y vivíamos ignorantes de las grandes verdades culinarias, encarnadas para empezar en gastrotascas y gastrobares elevados al firmamento de lo bistronómico. A cambio, participamos de un tiempo que trataba de entender la cocina en el camino para hacerla avanzar.

Más información
La distancia no es el olvido
¿Quién paga a los músicos?
La papa andina crece en Canarias

El solomillo era un emblema y sufrió pena de destierro. Eso fue hasta la vuelta de un fantasma llamado solomillo Wellington; no importa tanto el origen del nombre como su naturaleza y su proliferación en las cocinas europeas. Fascina a los prescriptores de la nueva ola culinaria y prospera donde mires. Es un solomillo horneado envuelto en una costra de hojaldre, con una capa intermedia que trata de aportar algo de sabor. La realidad, salvo rarísimas excepciones, lo asocia con un trozo de carne más bien seco y corto de sabor mojando con sus jugos el hojaldre que lo envuelve. Un sinsentido más en la extraña vuelta a los peores recuerdos del pasado que siguen algunas cocinas.

La alta cocina clásica que lo encumbró ponía el solomillo en su lugar, apuntalándolo entre ingredientes llamados a cubrir sus carencias. El tournedó añadía una lámina de tocino blanco, aportando la grasa que le faltaba a la carne. Rossini le puso su apellido a la creación de Escoffier que lo embutía entre una rebanada de pan frita en mantequilla, y una cobertura en plan plato combinado —medallón de foie-gras, láminas de trufa y salsa demi-glaçe—, proponiendo una batalla de ingredientes con el solomillo como víctima propiciatoria. Preparado al estilo de Chateaubriand o de su cocinero, que en esto nunca queda claro dónde empezaba la mano del noble que le ponía nombre y donde acababa la del profesional que le cocinaba, se buscaba la máxima ternura, protegiéndolo en la sartén con otros cortes de carne roja, para que no recibiera el calor directo. Lo del sabor lo suplían con una salsa de mantequilla y limón, una bearnesa o un buen cucharón de salsa chateaubriand (mantequilla, chalotas, vino, harina, champiñones, hierbas aromáticas, caldo de carne...). No importa lo que hubiera debajo, el protagonismo de la salsa estaba asegurado y la carne pasaba a ser un trámite de conveniencia.

Merece la pena conocer lo básico de la historia para llegar a entender lo que hacemos en la cocina.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_