Los lazos amarillos y el veto a Iceta
La elección del socialista se podía interpretar como un gesto de distensión, al tratarse de un político de convicciones federalistas
Quim Torra ha prestado declaración esta mañana por desobedicencia con los lazos amarillos; precisamente el mismo día en que la Fiscalía ha introducido el sintagma "organización criminal" para el 1-O. Y, sin embargo, de Torra puede decirse que ha hecho algo inusual en política: cumplir con aquello para lo que fue elegido. Al jurar el cargo, en aquella ceremonia discreta celebrada en el Salón de la Verge de Montserrat, no en el Salón Sant Jordi, eludió comprometerse con la Constitución o el ordenamiento jurídico vigente. Asumiendo el rol de vicario de Puigdemont, cuya medalla estaba sobre la mesa como símbolo religioso —escoltados por la Virgen de Montserrat y Sant Jordi— se había enmarcado el acto "en la estricta legalidad catalana". Torra llevaba un lazo amarillo, y no precisamente discreto como Roger Torrent. En el caso de Torra, más un president con lazo amarillo, parecía un lazo amarillo con president.
Los lazos amarillos, usados como seña de identidad victimista para negar el Estado de derecho, han simbolizado la deriva del secesionismo tras la proclamación frustrada de la República, con la apropiación del espacio público y el desprecio a la mitad no nacionalista de la sociedad catalana. En aquel texto donde Torra articulaba su xenofobia nacionalista con un discurso lleno de odio, La lengua y las bestias, había comparado a quienes vivían en Cataluña sin identificarse con ese ideario como "carroñeros, víboras, hienas", esto es, "bestias de forma humana". Núria de Gispert es, comparada con Torra, una escrupulosa dama victoriana. Y, por supuesto, el lazo, más allá de la denuncia de presos políticos, ha servido como símbolo del uso de las instituciones para desafiar a la legalidad, anteponiendo la gestión simbólica del procesismo a la realidad de la que habían huido más de tres mil empresas y en la que se evidenciaba un deterioro de los servicios públicos. Claro que, en la cuenta atrás dictada por la Junta Electoral, Torra acabó por retirar el lazo de su balcón. Como alguna vez ha dicho Escohotado, los catalanes pueden acreditar otras virtudes, pero no exactamente la valentía.
La lógica del lazo amarillo, amparada en una retórica hueca que incluso apela a los derechos humanos, ha marcado y va a marcar todo el mandato del vicario de Puigdemont, tutelado desde Waterloo. El paso de Torra hoy por unos tribunales cuya legalidad no reconoce —llevan bien esas contradicciones desde su realidad paralela— coincide con la decisión del independentismo de vetar a Iceta como senador. El veto, de dudosa legalidad y en todo caso excepcional puesto que no hay antecedentes, es el enésimo gesto del independentismo para boicotear cualquier oportunidad de normalización. La elección del dirigente socialista se podía interpretar, razonablemente, como un gesto de distensión, al tratarse de un político de convicciones federalistas, empático con los sentimientos nacionalistas, incluso partidario de indultos, para facilitar el diálogo. El veto es un no a todo eso. Salvo abstención al final por tacticismo, es la enésima demostración de su incapacidad para retornar al plano de la realidad desde el plano de lo simbólico, convirtiendo los lazos amarillos en sogas.
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