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Columna
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Mirar para otro lado

Lastrada por los intereses particulares de sus miembros y el unilateralismo rampante de alguno de ellos, la ONU asiste con impotencia a la tragedia de Yemen o la anarquía de Libia, un escenario inquietante donde acaba de ser desautorizada por Washington

María Antonia Sánchez-Vallejo
Una niña ruandesa ante una fosa común donde decenas de cadáveres van a ser sepultados, el 20 de julio de 1994.
Una niña ruandesa ante una fosa común donde decenas de cadáveres van a ser sepultados, el 20 de julio de 1994.CORINNE DUFKA (REUTERS)

La conmemoración del 25º aniversario del genocidio de Ruanda es buena ocasión para recordar la figura del general Roméo Dallaire, a la sazón jefe de la misión de la ONU en el país africano, y extrapolar su discurso a la irresolución de conflictos actuales. El militar canadiense clamó en el desierto durante meses, informando sin éxito de la tragedia al Consejo de Seguridad y por extensión a Occidente, cuyos programas de ayuda al desarrollo habían contribuido a armar hasta los dientes a los genocidas con material suministrado por Francia y machetes chinos a granel.

Dallaire entonó en 1997 un vibrante mea culpa para denunciar la inacción de la comunidad internacional, una mampara de intereses económicos y parcelas de influencia como la de París en Kigali por mor de la francophonie, esa forma de neocolonialismo suave. Compareció en televisión en uniforme, cuajado de estrellas, después de que su jefe, Kofi Annan, le impidiese declarar ante el Senado belga por la muerte de diez soldados de esa nacionalidad, y se declaró culpable de esas muertes, del asesinato de trabajadores humanitarios, del éxodo de dos millones de refugiados y del asesinato de un millón de ruandeses, no sin subrayar “la apatía y el absoluto desinterés de la comunidad internacional”. “Nosotros informábamos a diario, y el mundo seguía mirando sin actuar”, dijo. Fue —pareció serlo, al menos— un punto de inflexión para la ONU y el papel de sus cascos azules.

Cifras al margen —el balance de muertos que se maneja habitualmente es de 800.000 en cien días, a un ritmo de 333,3 asesinatos por hora, cinco vidas y media por minuto—, el genocidio ruandés lo protagonizaron los verdugos, pero también, por omisión, espectadores lo suficientemente ajenos —o demasiado interesados— para permitir un exterminio de civiles que, salvando las distancias, recuerda al de Yemen hoy. A finales de año, esta guerra se habrá cobrado 102.000 vidas, más otras 131.000 por el hambre, las enfermedades y el colapso de las infraestructuras sanitarias. Lo vaticinaba esta semana un informe de la misma ONU cuya credibilidad, malherida en Ruanda, acabó de rematar la ignominia de Srebrenica. Pero, como subrayó Dellaire, la factura del horror no habría que pasársela tanto a la organización como a los Estados que la componen, y a sus conspicuos intereses, incluido el negocio de las armas: el caso saudí en Yemen es palmario.

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La comunidad internacional parece no aprender de sus errores. Tras la adopción en 2005 de una norma que evitase carnicerías como las de Ruanda y Bosnia, la denominada “responsabilidad de proteger”, la catastrófica intervención internacional en Libia en 2011 añadió otro corsé a la incapacidad de Naciones Unidas para abordar avisperos como los de Siria y Yemen. La reedición del caos libio, en el que Washington ha vuelto a ningunear notoriamente a la ONU, demuestra la necesidad de superar las diferencias y abordar los casos en los que la cooperación internacional es aún factible.

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