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Columna
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La verdad según Buñuel

Menos mal que están las imágenes de las televisiones, porque, si no, ni el Tribunal Supremo ni los que seguimos el juicio sabríamos a quién creer

Julio Llamazares
Imagen tomada de la señal institucional de Tribunal Supremo el 29 de abril.
Imagen tomada de la señal institucional de Tribunal Supremo el 29 de abril.EFE/Tribunal Supremo

"¿Jura o promete decir la verdad?”, les pregunta invariablemente, como es preceptivo por ley, el presidente del Tribunal Supremo a cada uno de los testigos que comparecen en el juicio a los independentistas catalanes que está teniendo lugar en Madrid desde hace semanas. El testigo jura o promete y a continuación se lanza a contar su verdad a los que le escuchan tanto en la sala como por la televisión. El problema es que las verdades difieren notablemente según quién sea el testigo y dependiendo de su profesión y adscripción ideológica.

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Durante varios días fueron los policías y guardias civiles que participaron tanto en los acontecimientos previos a la celebración del referéndum declarado ilegal por el Tribunal Constitucional del 1 de octubre del 2017 como durante ese día y los siguientes, y ahora son los participantes en esas manifestaciones quienes declaran ante el Tribunal Supremo, y sus versiones están tan lejos unas de otras que uno duda de que la verdad exista. Mientras que los policías referían insultos, acosos y hasta agresiones por parte de muchos manifestantes, estos declaran que fueron los policías los que les agredieron a ellos sin venir a cuento mientras cantaban canciones y les ofrecían flores. Mientras que los policías y guardias civiles a los que rodearon 45.000 personas cuando registraban una Consejería de la Generalitat por orden de un juez narraban un escenario de pesadilla, los concentrados describen un acto festivo del que si la comitiva judicial huyó por una azotea de madrugada como los ladrones fue porque no lo entendieron. Mientras que los policías y guardias civiles, en fin, contaban escraches ante los hoteles en los que se alojaban, incluso ante sus cuarteles, los participantes hablan de simples protestas llevadas a cabo de un modo pacífico. Menos mal que están las imágenes de las televisiones, porque, si no, ni el Tribunal Supremo ni los que desde la sala o desde nuestras casas seguimos el juicio sabríamos a quién creer.

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Que la objetividad no existe es algo sabido, pero tanta distancia entre las versiones de los distintos testigos induce a pensar que la realidad, tampoco. Así que, decida lo que decida el Alto Tribunal, su sentencia va a ser criticada por unos u otros; de hecho, lo está siendo ya antes de producirse ¿Cómo podría ser de otro modo en un país en el que cada uno tiene la razón entera y la única verdad que acepta es la suya? Ni siquiera la realidad le hará revisarla, y mucho menos renunciar a ella, como también nos demuestra la experiencia. En Mi último suspiro, las memorias que Luis Buñuel publicó antes de morir, el cineasta aragonés cuenta, entre otras anécdotas regocijantes, aquella que le llevó a descubrir, según él, la objetividad y el surrealismo a la vez en su época de estudiante en Madrid. Fue por los años de la república previos a la contienda civil y se refería a un incidente callejero en cuyo transcurso unos manifestantes habían agredido a un cura y cómo lo contaba un periódico anarquista de la época: “En la tarde de ayer paseaban pacíficamente por la Gran Vía de Madrid unos 200 obreros cuando vieron venir en dirección contraria a la suya a un sacerdote. Ante tal provocación…”

Ha pasado casi un siglo desde entonces, pero nada hemos cambiado por lo que se ve cuando, como los testimonios de los testigos que declaran ante el Tribunal que juzga unos hechos grabados por miles de cámaras se empeñan en demostrar día tras día, hay personas que sostienen todavía que la verdad es una ilusión en los ojos de los espectadores.

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