El relato imposible del día más triste
Los testimonios de los votantes en el referéndum catalán difieren de forma radical de la narración de los agentes
El escenario es el mismo, pero entre una escena y otra transcurren apenas unos días. En la primera, hay un agente de la Guardia Civil sentado en la silla de los testigos. Uno de los abogados defensores le pregunta por los incidentes del referéndum del 1 de octubre:
—¿No recuerda que los ciudadanos allí concentrados les regalaban claveles y cantaban “somos gente de paz”?
— Lo que yo recuerdo —responde el agente— es que nos llamaban “fascistas e hijos de puta” y nos lanzaban patadas y escupitajos.
Hoy, quien está sentado en la misma silla, delante del presidente Manuel Marchena y de los otros seis magistrados del tribunal, es uno de los ciudadanos que aquella mañana fueron a votar. Y quien pregunta en esta ocasión es el fiscal:
— ¿Y usted no vio a un agente de la Guardia Civil rodar por el suelo?
— No, no lo vi, seguramente porque me estaban pegando en ese momento… Los únicos golpes que vi fueron las patadas de la policía.
Hace solo unos días, durante jornadas que se convertían en un estribillo interminable, la Fiscalía llamó a testificar a 186 agentes de la Policía y de la Guardia Civil que, unos con más épica y otros con menos, contaron que, lejos de una pacífica jornada democrática, lo que se encontraron en Cataluña aquel domingo fue un infierno perfectamente organizado. Ahora, lo que las defensas intentan demostrar convirtiendo a los ciudadanos en testigos es justo lo contrario. Que el infierno lo llevaron ellos, golpeando sin razón ni previo aviso a ciudadanos pacíficos. “Vi a mi amigo Agustí con la cabeza ensangrentada”, cuenta un concejal de Sant Carles de la Ràpita, “y a Fede también le pegaron, y vi salir disparado al tío Juanito, que siempre va con camiseta del Barça y barretina. Y en el bar de enfrente tuvieron que ser alojados más de una docena de críos, que estaban desamparados”.
Los testigos —entre los que el abogado de Oriol Junqueras ha incluido a políticos de ERC— se refieren con frecuencia a la sorpresa que les causó ver aparecer en sus pueblos a columnas de la Guardia Civil pertrechadas como para ir a una guerra. También los agentes, hace un par de semanas, utilizaron esa palabra, sorpresa, para describir el efecto que les produjo la animosidad de la gente corriente, ya no tanto las patadas como “las miradas de odio”.
Hubo más de uno que, tirando desmesuradamente por lo alto, llegó a comparar la situación de aquellos días de otoño en Cataluña con los años de plomo en el País Vasco. Hace muchos años, a cuento de un reportaje con motivo del 25º aniversario de la legalización del PCE, el general José Antonio Sáenz de Santamaría, que en 1977 era jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil del Gobierno de Adolfo Suárez, confió a este reportero una imagen que se le había quedado grabada de aquellos tiempos de la lucha contra ETA y los GRAPO: “A veces, cuando entrábamos de mala manera en una casa para practicar una detención y utilizábamos una violencia excesiva, siempre pensaba que tal vez habríamos detenido a un delincuente, pero que seguramente habíamos sembrado otros”.
El tribunal dirá dentro de unos meses hasta qué punto era necesario para la causa el desfile sucesivo de los guardias y de los ciudadanos que fueron a votar, sus relatos contrapuestos, imposibles de casar, pero más allá de la sentencia, de las posibles condenas, de los recursos y hasta de los indultos si se han de producir, hay algo que quedará grabado para siempre. El testimonio de un señor de pelo blanco, Emili Gaya, que se sienta ante el juez Marchena y relata de forma serena, educada, que aquel 1 de octubre se levantó muy temprano, que fue al colegio electoral, que luego fueron sus hijos y su nieta —en este momento subraya la palabra con una pausa y una sonrisa— y que un día tan esperado se convirtió de pronto en un festival de golpes e insultos que no olvidará jamás:
— Y quiero dejar constancia de las lágrimas —dice al final—. Hubo muchas lágrimas.
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