La lección italiana
El mundo va pareciéndose a Italia, aunque sin su capacidad para hacer la vida llevadera
Me pareció provechoso ver de cerca a Silvio Berlusconi en sus años de gloria. Los chistes de barbería, el machismo rijoso, el tupé implantado, el maquillaje y la gracia natural (es decir, perfectamente impostada) para halagar a cualquier concurrencia encubrían a veces su calidad de precursor. Fue el primer populista mediático contemporáneo, el primero en demostrar que, sin necesidad de Sturmabteilung, se podía mentir de forma ilimitada si se disponía de un imperio televisivo (Mediaset), un club de fútbol ganador (el AC Milan), un desprecio infinito por la judicatura, una comunicación directa con su público y un partido (Forza Italia) que apelaba al patriotismo de grada.
No se trataba de un espectáculo edificante, por supuesto. Pero permitía asomarse al futuro. A Donald Trump. Al Brexit. Lo que ahora, 15 años después y sumergidos en las redes sociales, nos resulta habitual, era entonces novedoso. Es lo que tiene Italia. Incluso cuando se adentra por terrenos inverosímiles, marca el camino. Su condición de laboratorio político está, me parece, fuera de discusión. En Italia se inventó el fascismo (Mussolini), en Italia el comunismo europeo emprendió el retorno a la socialdemocracia (Berlinguer), en Italia se registró por primera vez el colapso de los grandes partidos históricos (democracia cristiana y socialismo), en Italia se inauguró la era de las tensiones secesionistas (la Liga Norte), en Italia vimos cómo la izquierda puede pasar directamente y en pocos meses del estado sólido al gaseoso, y en Italia ha alcanzado el poder la pintoresca ultraderecha de hoy, que lo mismo felicita a Vox que a Carles Puigdemont.
La exhibición prosigue. El esqueleto institucional permanece intacto, en apariencia, con su presidente de la República, su Constitución y sus dos Cámaras, pero la extraña coalición de gobierno entre el movimiento de protesta creado por un humorista mesiánico (Cinco Estrellas) y la antiguamente separatista Liga Norte, y la singularidad de que un vicepresidente y ministro del Interior, Matteo Salvini, sea unánimemente considerado el “hombre fuerte” y mande mucho más que el presidente del Consejo, al estilo de los regímenes de legitimidad incierta, indica una situación de tránsito hacia algo. Aún no sabemos qué. Algo bastante inquietante, cabe suponer.
Conviene seguir con atención los líquidos acontecimientos italianos (recomiendo las exquisitas crónicas de Daniel Verdú en este diario) porque dibujan nuestro probable futuro. Italia, cierto, reúne condiciones muy específicas: mafias poderosas conectadas con la política, influyentes intereses privados, una corrupción bien asentada y una desconfianza ancestral hacia el Estado. ¿Son aún tan específicas esas condiciones? Cada vez menos. El mundo va pareciéndose a Italia, aunque sin la belleza del país y sin la capacidad de los italianos para hacerse la vida llevadera bajo cualquier circunstancia.
¿Cómo acabará todo esto? ¿Será el futuro próximo un caos de contradicciones y falsos rumores planetarios? ¿Se desplomará el entramado institucional, en beneficio de condottieri sin escrúpulos? ¿Impondrá sus valores la ultraderecha nacionalista? ¿Serán compatibles el nacionalismo resurrecto y el abrazo con China? ¿Inventará Italia algo completamente nuevo? Veremos. Las lecciones que pueden extraerse de la actual experiencia italiana son dos: nada es seguro y todo es posible. Ambas lecciones se resumen, evidentemente, en una sola: vivimos tiempos interesantes.
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