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Tribuna internacional

Antes de Donald estaba Silvio

Millonarios, polémicos, machistas y excesivos, el ex primer ministro italiano y el candidato republicano a la Casa Blanca son maestros de la manipulación mediática

Silvio Berlusconi se dirige a los asistentes de un congreso de su partido en Roma, en marzo de 2009.
Silvio Berlusconi se dirige a los asistentes de un congreso de su partido en Roma, en marzo de 2009. Pier Paolo Cito (AP)

Como periodista que cubrió a Silvio Berlusconi desde que se convirtió en primer ministro de Italia, en 1994, ha sido difícil no sentir un potente déjà vu ante la campaña electoral de Donald Trump. Algunas similitudes son obvias y también extrañas. Los dos son multimillonarios, cuyas fortunas arrancaron en el sector inmobiliario; su riqueza y estilo de vida de playboys los convirtió en celebrities. Los dos han tenido agrios divorcios y se jactan de sus pericias sexuales. Ya sabemos cómo Trump ha defendido su virilidad en esta campaña, mientras que Berlusconi en su día dijo aquello de “la vida es cuestión de perspectiva: piensen en todas las mujeres del mundo que quieren acostarse conmigo pero no lo saben” (esto fue antes de que empezara a organizar sus fiestas bunga bunga con prostitutas). Son maestros de la manipulación mediática, Berlusconi en su condición de principal propietario de televisiones privadas de Italia, y Trump como estrella de su propio reality show y creador de la marca Trump. Al entrar en la arena política, ambos se han presentado como la versión más depurada del antipolítico: el empresario exitoso que compite con los grises “políticos profesionales”, que nunca han tenido que pagar nóminas y que están arruinando a sus respectivos países.

Los dos son deliberadamente transgresores. Rompen el tedio de la política tradicional con un lenguaje soez, haciendo callar a gritos a sus rivales, adoptando eslóganes sencillos y pegadizos, y haciendo chistes subidos de tono y comentarios misóginos. Sus meteduras de pata verbales —que significarían la muerte para la mayoría de los políticos— son de hecho parte de su atractivo. Recuerdo cuando Berlusconi presidió una cumbre de la UE y, en un momento en que las negociaciones quedaron estancadas, les dijo a los jefes de Estado: “Aligeremos las cosas, hablemos de fútbol y mujeres”. Se volvió a Schröder, entonces canciller de Alemania, que había estado casado cuatro veces. “Tú, Gerhard”, dijo Berlusconi. “¿Qué nos cuentas de las mujeres?”. Sus palabras fueron recibidas con un gélido silencio. Al principio me pregunté cómo podía ser Berlusconi tan tonto. Pero esas palabras no iban dirigidas a los jefes de Estado, sino a los italianos que estaban en casa, su verdadero público. Y ¿cuáles son los temas favoritos en casi todos los bares italianos? El fútbol y las mujeres. También en la campaña —antes de que se hiciera público el vídeo de 2005— cabía pensar que Trump se estaba pegando un tiro con sus comentarios sobre el ciclo menstrual de la presentadora de la Fox Megyn Kelly, y con sus frases sobre su maña para conseguir “un precioso culo joven”. Pero ese desprecio chulesco hacia la corrección política les ha permitido, tanto a Berlusconi como a Trump, construir un personaje híbrido y poco común: un multimillonario corriente. Alguien que, gracias a su riqueza, éxito y audacia, es un superhombre a quien no se le aplica el código de conducta normal. Y su discurso llano y rudo conecta con mucha gente, especialmente con el electorado menos formado. Tienen un improbable atractivo interclasista, son hombres muy ricos que promueven políticas que benefician a los muy ricos y que, al mismo tiempo, lanzan soflamas retóricas eficaces, con un lenguaje tabernario, sobre los agravios y las dificultades de las clases media y trabajadora.

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Ni Trump ni Berlusconi tienen programa político de verdad; se venden a sí mismos. Berlusconi decía que lo que necesitaba Italia era más Berlusconi. Hubo un momento muy revelador en su primera campaña electoral, cuando durante un debate televisado, su rival, el economista Luigi Spaventa, estaba señalando las incongruencias del programa económico de Berlusconi y este le cortó a mitad de frase para hablar de las victorias de su club de fútbol, el Milan: “¡Antes de tratar de competir conmigo, intenta, por lo menos, ganar un par de ligas!”. El comentario tenía el aire de una verdad incontestable, aunque fuese algo totalmente irrelevante. Algo parecido ocurre cuando a Trump le preguntan cómo va a conseguir que México pague la construcción de un muro entre los dos países, y contesta: “¡No se preocupen, lo pagarán!”.

Pero hay otro factor que ayuda a explicar por qué Italia y EE UU son las dos únicas democracias importantes en las que se ha erigido la carpa del circo multimillonario: la desregulación casi total de los medios audiovisuales. Berlusconi consiguió a través de sus contactos políticos (y con cuantiosos sobornos que han sido probados) crear casi un monopolio de la televisión privada en los años setenta. Tanto en Italia como en EE UU hay grandes cadenas que son, esencialmente, el brazo mediático de alguno de los partidos mayoritarios. Pero es importante constatar que la transformación del paisaje mediático en estos países ha sido el resultado, en parte, de decisiones políticas.

La irrupción del magnate Trump en la política estadounidense tiene un perturbador antecedente en Italia con la figura de Berlusconi

Hace unos 30 años, EE UU tenía unas pintorescas normas, las llamadas doctrina de la equidad y doctrina del reparto equitativo de tiempo. Eran vistas como una forma de garantizar que los propietarios de licencias privadas trabajasen pensando en el interés público, y de asegurar el pluralismo. Las normas tenían sentido en la era analógica, cuando el número de frecuencias estaba limitado. Tres grandes cadenas dominaban los informativos, que competían entre sí por la audiencia. No tenía sentido que emitieran programas descaradamente partidistas, que alinearan a espectadores demócratas o republicanos. Aquella no fue una edad de oro —los informativos eran aburridos, centristas y pro establishment—, pero había unas reglas básicas y cierto respeto por el rigor.

Los dos rompen el tedio de la política tradicional con un lenguaje soez, haciendo callar a gritos a sus rivales

Con el advenimiento de la televisión por cable en los setenta y la revolución de Reagan en los ochenta, todo cambió. Las docenas de canales que surgieron —acabaron siendo centenares— impusieron la idea de que las viejas normas de equidad y equilibrio estaban anticuadas: el número de opciones disponibles ya garantizaría el pluralismo. Lo que no se tuvo en cuenta es que la gente no consume información así: uno no ve múltiples puntos de vista, cambiando constantemente entre PBS, Fox, MSNBC y CNN. Cada grupo busca lo que encaja con su ideología y ahí se queda.

En Reino Unido, Alemania y Francia, las cadenas públicas siguen a la cabeza, son una especie de árbitro del discurso civil y establecen hechos aceptados por la mayoría; es una situación parecida a la que existía en EE UU antes de la disrupción de Reagan y la Fox. En esos países europeos las cadenas públicas no han impedido que surjan grupos políticos extremistas, pero sí han permitido que los principales partidos conservadores y su electorado acepten realidades básicas como el calentamiento global o que la invasión de Irak no fue un éxito arrollador. En esas televisiones simplemente no se puede decir cualquier cosa.

Tienen en común
que ninguno defiende un programa político de verdad: se venden a sí mismos

Italia es un caso aparte en Europa. No solo Berlusconi convirtió sus canales en artillería, sino que se dedicó a conciencia a colocar a su gente en puestos estratégicos de las cadenas estatales. Para reforzar sus realidades alternativas, tanto Berlusconi como Trump han atacado a los grandes medios. El uso que hace Trump de las redes sociales para perseguir a sus detractores recuerda a los recurrentes ataques de Berlusconi a sus críticos. Particularmente inquietante fue cuando Trump instó a los cámaras a que enfocaran en uno de sus mítines a una manifestante en particular, convirtiéndola en objeto de la rabia del público. Esto me recordó una ocasión en la que Berlusconi apareció junto a su buen amigo Putin en una rueda de prensa en Moscú. Cuando una periodista rusa hizo una pregunta comprometida al líder ruso, Berlusconi hizo el gesto de disparar una ametralladora contra esa mujer. Esto no tenía absolutamente ninguna gracia en un país en el que varios periodistas han muerto asesinados.

¿Podemos extraer alguna lección del caso Berlusconi que nos ayude a predecir la trayectoria de Trump y a defendernos? Sí y no. Indro Montanelli, periodista conservador y uno de los críticos más feroces de Berlusconi, decía que, para desarrollar una inmunidad ante él, Italia necesitaría absorber una pequeña dosis de Berlusconi. Por desgracia, tuvieron que pasar 17 años de escándalos constantes e incompetencia económica para que los italianos se cansaran de Il Cavaliere. A Berlusconi le benefició el sistema electoral semiproporcional: ganaba elecciones sin haber obtenido jamás la mayoría de los votos. A Trump le será difícil conseguir el 50,1%.

Por último, Berlusconi y Trump tienen en común cierta tendencia a la autodestrucción. El vértigo de la euforia narcisista de la atención mediática constante crea un sentimiento de omnipotencia que los empuja a cometer errores. Berlusconi —y Trump ha seguido el mismo camino— creó una especie de reality show permanente cuyos índices de audiencia dependían de que él siguiera haciendo y diciendo cosas indignantes. Berlusconi, como Trump, solía sobrevalorarse a sí mismo y subestimar a sus rivales. Berlusconi ganó tres veces, pero también perdió dos frente a un político (Romano Prodi) que era mucho más aburrido y mucho más competente. Confiemos en que EE UU no tarde 17 años en cansarse de Donald.

Alexander Stille, profesor de periodismo en la Universidad de Columbia en Nueva York, es autor del libro El saqueo de Roma, una investigación sobre Silvio Berlusconi.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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