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Isabel Pantoja: auge, caída y fango de la última folclórica

Una generación de espectadores televisivos cree saber quién es pero no tiene ni idea de su dimensión cultural

Isabel Pantoja lo tenía todo para ser un icono pop como han acabado siendo sus coetáneos, pero hoy existe lejos de la idolatría que despiertan ellos entre los modernos, los progres y el pueblo llano. En la imagen, la tonadillera tras una actuación en Barcelona en 2010.
Isabel Pantoja lo tenía todo para ser un icono pop como han acabado siendo sus coetáneos, pero hoy existe lejos de la idolatría que despiertan ellos entre los modernos, los progres y el pueblo llano. En la imagen, la tonadillera tras una actuación en Barcelona en 2010.Foto: Getty

¿Qué le pasaría por la cabeza a Isabel Pantoja antes de saltar del helicóptero de Supervivientes? Quizá la ironía que supone ser la quinta de su estirpe, tras sus hijos Kiko y Chabelita y sus primas Anabel y Sylvia, en dejarse caer al vacío del océano y de la telerrealidad. ¿Pero tiene la Pantoja sentido de la ironía? Hay toda una generación de espectadores que cree saber quién es (la madre de Kiko y Chabelita, la archienemiga de Chelo García Cortés, la exnovia del exalcalde corrupto de ex-Marbella), pero que en realidad no tiene la menor idea de su dimensión cultural.

Quizá lo que pensaba ella en aquel helicóptero de 'Supervivientes', además de “hay que ver lo alto que está esto”, es lo mismo que se pregunta cualquiera que recuerde aquellos años de adoración popular y unánime: ¿cómo demonios he acabado aquí?

Otra generación, la de sus padres, aún recuerda quién es María Isabel Pantoja Martín (Sevilla, 1956) o, al menos, quién fue: la última folclórica, la viuda de España, la mujer más famosa del país durante 40 años. La intérprete de un disco, Marinero de luces (1985), que estuvo en uno de cada 10 hogares españoles en los ochenta. Y lo más parecido que ha tenido España a su propia “princesa del pueblo”. Así que quizá lo que pensaba ella en aquel helicóptero, además de “hay que ver lo alto que está esto”, es lo mismo que se pregunta cualquiera que recuerde aquellos años de adoración popular y unánime: ¿cómo demonios he acabado aquí?

En plena euforia ante la recién estrenada democracia, la España de finales de los setenta se empeñó en huir de su folclore al asociarlo indisolublemente al régimen de Franco. El rock, el destape y la movida reemplazaron a las batas de cola y los caracolillos, pero los exuberantes bailes de Pantoja (cuya vocación nunca fue el cante, sino la danza), sacudieron la caspa del género a ojos del gran público. Si la diva Rocío Jurado aportó erotismo al folclore y lo volvió pop comercial, Isabel Pantoja lo tiñó de realismo: ella no solo cantaba coplas, ella vivía en una copla.

Manuel Román, autor de Los grandes de la copla (Alianza Editorial), recuerda que Pantoja estaba obsesionada con casarse con un torero. Su matrimonio con Francisco Rivera Paquirri en 1983 actualizó el tópico cañí de la folclórica y el torero gracias al glamur que (en aquel momento todavía) proporcionaban las revistas del corazón. Miles de personas hicieron noche en los aledaños de la iglesia para no perderse el espectáculo. Pero la cogida mortal de Paquirri en Pozoblanco 15 meses después de la boda la dejó sola con un hijo de menos de un año. Y de nuevo la multitud zarandeó a la viuda oficial de España, en estado catatónico tras unas enormes gafas de sol, porque el espectáculo (ahora macabro) debía continuar con o sin su consentimiento.

Si la diva Rocío Jurado aportó erotismo al folclore y lo volvió pop comercial, Isabel Pantoja lo tiñó de realismo: ella no solo cantaba coplas, ella vivía en una copla

A partir de entonces, Isabel Pantoja se convirtió en la mujer sobre la que se han escrito más palabras en este país: Ángel Fernández-Santos dijo que encarnaba “un fetiche del erotismo popular español, el de la viuda sagrada”; Rosa Montero definió su estado civil como “viudedad superlativa”; Ricardo Cantalapiedra describió sus 12 meses de duelo como “la letra de un cuplé: vestida de riguroso luto, solo se deja ver en algunas ocasiones, ojerosa, triste, dolorida, Dolorosa, llorando por los rincones igual que La Zarzamora y partiendo el corazón de las mujeres en todas las peluquerías del Estado”. José Luis Perales le escribió un disco entero, Marinero de luces.

La reaparición de Pantoja con Marinero de luces, algo tan atípico en el folclore como un disco conceptual, se convirtió en un asunto de Estado cuando la reina Sofía presidió su concierto emitido además por (el único canal que había de) televisión en horario de máxima audiencia en diciembre de 1985. Vestida como una diva de ópera y con un tocado que la coronaba como la otra reina de España, Pantoja arrancó con Hoy quiero confesar: “Por si hay una pregunta en el aire,/ por si hay alguna duda sobre mí”.

La cantante durante un concierto celebrado en Las Palmas en 2011.
La cantante durante un concierto celebrado en Las Palmas en 2011.Foto: Getty

Ella sabía lo que el público quería y estaba dispuesta a dárselo, con intereses: aquel fue un concierto llorado en el que la cantante entraba y salía de personaje difuminando la barrera entre luto real y luto teatral. Cantalapiedra comparó el nuevo repertorio de Pantoja con los relicarios de Quintero, León y Quiroga que “rezumaban sangre, tragedia y llanto, el peligro que puede tener esta nueva etapa es que se la llegue a confundir con la imagen patética de Juana la Loca gritando por los caminos sus amores con un muerto”.

Lo que quería confesar la cantante era que estaba “algo cansada de llevar esta estrella que pesa tanto”. Pues cómo de cansada debe de estar ahora. Marinero de luces fusionaba el melodrama barroco de la copla con los arreglos ochenteros de la canción ligera y funcionaba como una terapia psicológica, una confesión católica y una exclusiva al Hola.

En 10 canciones, Pantoja recorría las fases del duelo: del delirio alucinógeno de Pensando en ti, en la que el difunto se le aparecía (“te miro, me sonríes y después te vas”), a la abnegación de ser viuda eterna en Era mi vida él (“que nadie me repita la palabra amor/ volver a ser feliz es imposible/ murieron tantas cosas esa tarde que no me queda nada por vivir”, además de referencias a su vigor sexual: “un día fui volcán entre sus brazos”) y finalmente al final feliz con Mi pequeño del alma. Esta canción presentó en sociedad a Paquirrín que, con menos de dos años, acompañaba a su madre mientras ella le prometía un voto de castidad: “Serán tus besos los únicos besos del mundo”. Marinero de luces vendió un millón de ejemplares, una cifra que en aquella época solo alcanzaba Julio Iglesias, porque todos los españoles quisieron llevarse a casa un souvenir de la tragedia.

La cogida mortal de Paquirri 15 meses después de la boda la dejó sola con un hijo de menos de un año. Y de nuevo la multitud zarandeó a la viuda de España, en estado catatónico tras unas enormes gafas de sol, porque el espectáculo debía continuar con o sin su consentimiento

Cantalapiedra aseguraba que Pantoja parecía “el sueño de algún poeta sentimental”, pero también era una fantasía para las masas: aquella España fascinada con las telenovelas venezolanas encontró su propio culebrón patrio. La cantante después repetiría el éxito virando hacia el pop con composiciones de Perales (Se me enamora el alma) o Juan Gabriel (Así fue). Y cuando debutó como actriz en Yo soy esa, en 1990, la reina Sofía envió a su hija Cristina al estreno para perpetuar la imagen campechana de la familia real e investir a Pantoja como la tonadillera favorita de la corte.

“La película es todo un monumento kitsch a la canción española, concebida además para el goce y disfrute morboso de ver a la viuda de España vestida de nuevo de novia y en brazos de un galán [José Coronado]”, escribió Elsa Fernández-Santos. “La noche del estreno parecía una de esas antiguas que hoy vemos con nostalgia del NO-DO de los años cuarenta y cincuenta”. Yo soy esa recaudó 650 millones de pesetas que, al cambio y ajustando la inflación, es una recaudación similar a la de Spiderman: Homecoming.

A cientos de kilómetros de aquel cine de la Gran Vía en el que Isabel Pantoja recreaba la España de posguerra estaba la nueva España, la que miraba al futuro de la Expo, de los Juegos Olímpicos y del ladrillazo en las costas mediterráneas. La España que le iba a quitar el acento a Yo soy esa. En 1991, un año después del estreno de aquella película y mientras Martes y 13 (que habían hecho giras en espectáculos de variedades con Pantoja en los setenta) ridiculizaban la amistad de Pantoja con Encarna Sánchez, Jesús Gil conseguía la mayoría absoluta en el Ayuntamiento de Marbella. Isabel Pantoja no lo sabía, pero en ese momento su legado artístico quedó condenado.

Isabel Pantoja lo tenía todo para ser un icono pop como han acabado siendo sus coetáneos (Jurado, Raphael, Iglesias), pero hoy existe lejos de la idolatría (irónica quizá, pero apasionada) que despiertan ellos entre los modernos, los progres y el pueblo llano. El icono pop requiere trascendencia cultural, algo de lo que Pantoja va sobrada, pero también simpatía colectiva. Y eso es algo que ella nunca despertó, al apostar todas las fichas de su relación con el público a la lástima y la compasión, pero jamás al carisma que desbordaba Rocío Jurado, por ejemplo.

La cultura pop exige además un peaje de misterio: el artista siempre debe estar por encima de la persona. Y no hay nada más mundano, más ordinario y más vulgar, por muchos motivos que tuviera para reaccionar así, que ver a la Pantoja forcejear con un paparazi gritando: “No me vas a grabar más, esta es mi casa” (refiriéndose a Cantora, la finca que heredó de Paquirri y que hace las veces de Graceland para nosotros y Manderlay para ella). O pasearse con su novio corrupto con una sonrisa furiosa exclamando: “Dientes, Julián, dientes, que es lo que les jode”. O asediada por miles de personas que una vez más le gritaban “¡guapa!” pero también “ladrona”, “sinvergüenza” y “choriza” al salir del juzgado condenada a dos años por blanqueo de capitales.

La cultura pop exige un peaje de misterio: el artista debe estar por encima de la persona. Y no hay nada más mundano y vulgar, por muchos motivos que tuviera para reaccionar así, que ver a la Pantoja forcejear con un paparazi gritando: “No me vas a grabar más, esta es mi casa”

De nuevo, Pantoja estaba en el centro de las pasiones del pueblo, pero ahora como chivo expiatorio: la masa demandó un sacrificio humano ante la corrupción y el sistema le entregó a uno de sus ídolos. Que Pantoja o Iñaki Urdangarin, esposo de la espectadora de honor en aquel fastuoso estreno en la Gran Vía, entrasen en la cárcel representó la moraleja que la sociedad española necesitaba.

Isabel Pantoja le había jurado a España que no volvería a enamorarse. Y allí estaba, subida a una calesa con otro hombre. Un hombre casado. Ella se obstinó en proteger su derecho a la intimidad, quizá con una soberbia desproporcionada (¿acaso todo en ella no ha sido siempre desproporcionado?), sin ser consciente de que su intimidad nunca le perteneció: ella misma se la había entregado al pueblo en aquel concierto televisado.

Cuando llamó a Chabelita mientras esta concursaba en GH Vip el septiembre pasado, le recordó que “soy tu madre, la que se muere por ti”. Cuando no le dejaba ver a su nieto, Pantoja le contó a Ana Rosa Quintana que su madre Ana (la madre de la artista definitiva) tenía “las pestañas blancas de tanto llorar”.

Isabel Pantoja no puede tener sentido de la ironía porque vive su vida como una copla. Y hubo una época en la que eso garantizaba los aplausos del público, pero hoy solo sirve para hacer televisión. El 46,7 % de la audiencia sintonizó Telecinco para verla saltar al mar la semana pasada. ¿Será una mala idea participar en Supervivientes, teniendo en cuenta que mostrar su personalidad es lo que ha hundido su leyenda? Solo hay una forma de averiguarlo. Y nadie va a querer perdérselo.

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