El último gran baile en la niebla
En el debate de Atresmedia, cada candidato no solo competía con sus rivales, sino también con su actuación en el primer turno
Los debates electorales han sido atípicos esta vez. No solo porque se hayan sucedido en apenas en 24 horas y con formatos distintos, generando una inevitable sensación de partido a dos vueltas, sino también por detonar en la última semana antes de votar. Los debates, de importar por algo, lo hacen por su amplia cobertura en los medios de comunicación y poder influir en la conversación política durante la campaña (la cual, en su conjunto, solo es seguida episódicamente por los votantes).
Un debate, en el fondo, marca las líneas estratégicas de los partidos. Ahora bien, casi siempre se encuentra algo parecido a lo que ocurre en las campañas electorales, que suelen servir para reforzar a los más comprometidos y no suelen mover más de un 1-4% del voto. Pero, de nuevo, esto dista mucho de ser irrelevante en contextos muy competidos. Por ejemplo, Ferrán Martínez y José Fernández-Albertos mostraron cómo el debate de 2008 ayudó a que los socialistas se engrosaran algunos votos determinantes en su victoria.
Dado que ningún candidato cometió un error inapelable, en un contexto multipartidista es mejor hablar de eficacia que de victoria. Algo, por cierto, que determina mucho en el postdebate, la cobertura informativa posterior. Si los medios tienen una opinión muy formada sobre quién es el mejor, en especial los analistas, periodistas y consultores que van improvisando sobre la marcha en televisiones y radios, será más fácil que se genere un efecto electoral. Piénsese que las percepciones más inmediatas son las más persistentes en el cerebro. Si, por el contrario, no existe un consenso claro y sigue claros lineamientos partidistas, el efecto de un debate puede ser menor o incluso anularse.
Ha sido evidente que en el último debate cada candidato no solo competía con sus rivales, sino también con su actuación en el primer turno. Esto explica por qué ha habido más agitación en la derecha que en la izquierda, donde se concentran más indecisos, reproduciéndose la lógica de bloques al milímetro. Pablo Iglesias supo jugar bien con el tono para conseguir darse más estatura que sus rivales y apelar a los votantes que dudan entre UP y el PSOE, bien dirigido a asumir su papel junior en una coalición de izquierdas en España. Pedro Sánchez bajó algo más a las réplicas que en su primera intervención, aunque para él salir indemne le bastaba pues necesariamente iba a ser el blanco de todos los ataques al encabezar los sondeos.
Por el contrario, en el bloque más indeciso se compitió a polarizar con el presidente socialista y a los ataques cruzados. Esta vez Albert Rivera no consiguió su desempeño del primer debate y sus traspiés ayudaron a Casado a remontar el vuelo, que esta vez sí logró asentar mejor su mensaje de voto útil de la derecha. Todo ello con la paradoja de que ambos partidos, que son los que más rivalizan, también son los que más han hecho explícito su deseo de gobernar juntos. Ahora bien, resulta totalmente imposible poder calibrar el efecto electoral de los debates. Dada la incomprensible prohibición de publicar sondeos, estamos envueltos en niebla de guerra a pocos días de votar y es inevitable que la sombra de Vox, el gran ausente, siga siendo muy alargada.
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