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Elecciones generales
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La España del “¿me deja terminar?”

Viendo el debate no es raro que el país haya acabado mereciendo estos políticos y merezca alguno peor a partir del domingo

Jovenes del Colegio Mayor Santa María de Europa, en Madrid, viendo el debate electoral en Atresmedia.Vídeo: SAMUEL SANCHEZ / EPV
Manuel Jabois

Contaban en Atresmedia que Teodoro García Egea, viendo el paño del día anterior, se presentó en el estudio directamente con una mochila. “¿Qué llevas ahí?”, le preguntaron. “De todo”, dijo, como si la llevase llena de huesos de aceituna como Virginia Woolf los bolsillos de piedras, pero él en plan derechita cobarde. No fue Casado, sin embargo, el primero que empezó a sacar cosas de la cajonera, sino un pionero, Albert Rivera, que tiene una cómoda como la del protagonista de La naranja mecánica. No se explica si no que, de repente, de la más absoluta nada, le sacase a Pedro Sánchez su tesis; la segunda vez que sale de la nada esa tesis, por otro lado. El candidato socialista contraatacó con un libro de Fernando Sánchez Dragó y Santiago Abascal, las nuevas Grecas; en los pasajes más suaves Dragó, didáctico, le explica a Abascal el origen de la esvástica, que ya hay que tener ganas de ir a casa de Dragó a preguntar lo que puedes preguntar en tus listas.

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El de tirarse libros a la cabeza fue un momento bochornoso pero eso no es noticia, como tampoco lo es que España haya acabado mereciendo estos políticos y alguno peor a partir del domingo: se empiezan creyendo las mentiras por simpatía ideológica y se acaban defendiendo las verdades. Noticia fue que Casado y Rivera se buscasen en el cuerpo a cuerpo constantemente, una lucha que, al estar en los dos extremos, tuvo una escenografía peculiar, agitando las manos los dos de esquina a esquina como en un accidente de tráfico (al estar lejos Rivera no pudo dejarle nada sobre el atril). También fue noticia que Iglesias, que hace años iba a asaltar los cielos y a nacionalizar el aire, terminase de Defensor del Espectador, atento a las salidas de tono de sus adversarios: entrenador en el campo, extensión de Pastor/Vallés sobre el césped. El único momento en el que se vio al Iglesias original, el orador inflamado e implacable, fue paradójicamente por “la gente que nos está viendo” y no “por la gente que quiero que nos vote”, que hubiera sido lo suyo: eso sí, lo hizo para meterle tal meneo a Rivera -pesado en sus interrupciones, completamente salvamizado- sobre educación y buenos modales que Rivera casi saca de debajo del atril el Juegos Reunidos.

Tuvo Rivera, por cierto, un momento extraordinario que hubiera firmado Groucho Marx: "Deje usted de mentir, ahora me toca a mí", aún más sofisticado que el intento realizado el día anterior: "El impuesto de sucesiones lo entendería hasta un niño de 10 años. ¡Tráiganme a un niño de 10 años!".

Casado tuvo momentos importantes y otros sensiblemente cómicos. Por ejemplo, defiende el mundo rural recordando que nació allí y lo conoce bien; defiende a las mujeres recordando que es hijo, padre y esposo de una (no la misma). Parece que las cosas son dignas de ser gobernadas porque le pasan a Casado, que su experiencia es vital para las cosas que tienen que ser defendidas. De ahí quizá sus reticencias con el aborto. Y sin embargo, sin ser catalán, Casado fue el que mejor y más daño hizo a Sánchez respecto al procés, ejecutando un discurso contundente que a Sánchez costó remontar.

El líder del PP, por cierto, le dijo a Sánchez: “A mí usted no me levanta la cara ni el dedo". El concepto de "no me levantes la cara" es bastante genial, tanto que Sánchez se pasó el resto del debate sin saber qué hacer con ella. Es evidente que a Sánchez se le dan mejor los debates a dos, lo que no quiere decir que se le den bien. Intenta dar clases en un lugar en el que hay que defender ideas y atacar las del contrario. Su tono dormiría si no le interrumpiese Rivera todo el rato, enemigo de cualquier forma de relax. En cierta manera Sánchez hizo de Rajoy, alguien que está en los sitios en contra de su voluntad, más preocupado en pasar inadvertido que en advertir a los demás; salir a no perder, a no manchar, a no arriesgar los escaños que le dan las encuestas por los escaños que le faltan. No le quedó otra que devolver golpes a Rivera y Casado, pero más como presidente que como candidato, protegiéndose con su famosa sonrisa meme, una risa que se activa al encogerse de hombros.

Hacia el final, Pablo Iglesias hizo la aportación más interesante, algo que no necesitó de interlocutor ni de acusaciones: para muchos españoles, el país tiene símbolos diferentes de los canónicos, y esos españoles se reconocen en la riqueza y la diversidad de ellos. Desde el Estado plurinacional a la riqueza lingüística pasando por el orgullo de los servicios públicos. Pero la que se vio en el plató fue la España del "no me interrumpa", del "qué nervioso está", la España del que habla más alto que el otro y llama mentiroso con más convicción, y esa metamorfosis del escenario político, la que va de querer patrimonializar una verdad única a hacerlo con falsedades diferentes y descalificaciones más gruesas (Rivera llamó "trilero" a Sánchez; Casado dijo que Sánchez "pacta con terroristas" y, en su discurso final, que gobernaría poco menos que Otegi; recordemos que Sánchez le dijo a Rajoy que no era una persona decente, y Rajoy a su vez dijo que Zapatero traicionaba a los muertos) vive su edad de oro. A esa España del “¿me deja terminar?”, coletilla general del debate, hay que decirle que sí, que termine de una vez.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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