El pez favorito de Freddie Mercury
El 'koi' o carpa japonesa tiene una legión global de admiradores. El líder de Queen también lo era
FREDDIE MERCURY fue un gran aficionado a los jardines japoneses y a los koi (palabra japonesa para denominar a las carpas). “He vivido una vida plena y, si mañana me muero, no me importa. Finalmente encontré el nicho que buscaba. Mi maravilloso jardín japonés, con todas estas carpas recientemente adquiridas a buen precio que me encantan”, dijo.
Según la periodista de The Guardian Sally Weale, tras su muerte en 1991 aquel grupo de kois se quedó en la casa de Kensington, Garden Lodge, en un estanque construido ex profeso, centro de ese jardín tan querido por la estrella del rock. Mercury empezó con 15 kois y su colección llegó a alcanzar los 89 ejemplares (a unas 10.000 libras de los años ochenta cada uno). Él y su novio, Jim Hutton, intercambiaban kois por cumpleaños y Navidades, y estas amigables “joyas vivientes” cobraron tanta relevancia en sus vidas que Mercury rogó a su exnovia y heredera, Mary Austin, que se hiciera cargo de las frágiles carpas coloreadas si él fallecía. Así lo hizo. Tras un accidente por un fallo en el sistema eléctrico en 2002, y para gran disgusto de Austin, murieron todas salvo cinco.
No es el de Mercury el único caso de fascinación por el jardín japonés y por ese preciado elemento decorativo vivo (podemos añadir al cantante Adam Ant, a quien un acosador desaprensivo le envenenó la carpa en su casa de Los Ángeles). Un pez reputado por sus lustrosos lomos hipnóticamente cromáticos, su buen carácter y cuya visión, en sus movimientos sutiles, reduce cualquier tipo de ansiedad.
Con tranquilidad recorro la región de Tohoku, en Japón, con mi colega periodista Minoru Shibata. En todos los restaurantes a los que me lleva hay un jardín; y en ellos hay un estanque, y en la mayoría de esos estanques, una carpa que mansamente circula bajo el agua. “Ahí lo tienes, el brillante objeto de deseo de los occidentales”, me dice.
En Yamagata, en el jardín del restaurante Dewaya, del chef Haruki Sato, también hay un estanque. Al observar el camino que lo bordea, todas mis inclinaciones se ven templadas por una agradable serenidad. Siento que nace en mí el deseo de meditar y de alcanzar el estado de fluidez del koi fluorescente en tonos naranjas y blancos. “Muchos europeos hacen negocios con ellos. En las ferias y en las competiciones se llegan a pagar hasta 150.000 euros por un ejemplar” señala Minoru, ya con un sake en la mano: “La historia se remonta a finales del XIX, cuando en la región de Nigata un señor, por casualidad, encontró una carpa coloreada que sin duda provenía de una mutación. Empezó a criar y a mezclar carpas de varios colores. En la Exposición Universal de Tokio de 1910 se presentaron. Hoy generan un volumen de negocio de centenares de millones de yenes”. Suelen vivir entre 40 y 50 años, pero algunas llegan a los 100, y superan fácilmente los 50 centímetros. Umberto Pasti dice que “a diferencia de una obra de arte, un jardín se convierte en lo que es por una acumulación de causas y elementos que van más allá de la capacidad de quien lo concibe”. Sigo el hipnótico movimiento de esta entusiasta flor acuática, por la que a buen seguro Mercury hubiera ido más allá pagando el precio de una valiosa obra de arte, y me convenzo de que yo también necesito urgentemente un jardín japonés.
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