Sin perder la compostura
LAS CIUDADES, CONSTRUIDAS a imagen y semejanza nuestra, poseen rasgos faciales gracias a los cuales las reconocemos. La catedral constituye uno de esos rasgos, común a casi todas las grandes ciudades europeas. Al viajar, nos miramos en ellas y ellas se miran en nosotros, y en ese intercambio nos encontramos como en casa. Pasan los siglos y las guerras, y pasan las catástrofes de orden natural y nos morimos y nos volvemos a nacer, o quizá nos vuelven a nacer, no sé, y regresamos a los lugares del crimen y de repente estamos otra vez en París, rodeados por el Sena. Toda la vida, observada desde la distancia, ha sido un ir y venir, aunque siempre por los bordes del hormiguero.
Podemos olvidar otros momentos del viaje, pero no el del encuentro con el templo, el del saludo con la mole de piedra. Tampoco el de los minutos que empleamos en recorrer sus naves con el asombro del que se moviera por el interior de un cuerpo colosal, atravesado por la luz que filtran los vitrales multicolores en los que se relata una historia. Me ha venido a la memoria el texto de Flaubert que termina precisamente de este modo: “Y esta es la historia de San Julián el Hospitalario tal como se ve en una vidriera de la iglesia de mi tierra”. Léanlo, está en el volumen titulado Tres cuentos.
De lo dicho hasta ahora se deduce que Notre Dame ardió por los ojos, la nariz, los labios, por la base del cráneo; se abrasó, como el que dice, por el pensamiento. Ahí la tienen, pobre, intentando mantener la compostura mientras pierde el índice metafórico con el que nos mostraba el cielo y las estrellas.
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