Elecciones generales
Estamos viviendo un momento objetivamente peligroso. No es la mejor coyuntura para posar ante el espejo. Es, precisamente, la hora de mancharse
TENGO LA ESPERANZA de que, cuando lean este artículo, la mayoría de ustedes haya ido a votar.
Yo siempre he votado. Algunas veces en positivo, a un candidato o candidata —muy pocas, por descontado— que me representaba. Que había sido capaz de ilusionarme, que me parecía fiable, que decía palabras que me gustaban. Pero la mayoría de las veces he votado en negativo, como casi todo el mundo, supongo. Y no tanto para apoyar el mal menor, como para contrarrestar el mal mayor. Votar contra, en lugar de votar por, no es la mejor manera de meter una papeleta en una urna. No es elegante, no es bonito, no es deseable, pero no sólo me parece una técnica útil. Es, incluso, una práctica imprescindible para garantizarme una convivencia confortable conmigo misma entre elección y elección. Si gana el enemigo, y los míos han ganado muchas veces, que no sea por mi culpa. Que no sea porque yo no haya intentado evitarlo.
Tengo algunos amigos y amigas que no votan casi nunca. Curiosamente, al igual que ocurre con las candidatas, las mujeres son menos, aunque sus argumentos son intercambiables con los de los abstencionistas varones que conozco. No van a votar porque hacerlo en contra les parece desvirtuar el voto. O porque su exigencia ética no les consiente votar por un candidato que les inspire alguna duda, por mínima que sea. O porque no se fían ni de su sombra. O porque poseen un sistema de pensamiento propio que, por supuesto, no encaja completamente con ninguna de las ideologías que han existido jamás, porque para eso es suyo y sólo suyo. Son buena gente, personas amables, progresistas, con las que es un placer conversar de cualquier cosa excepto cuando se divisan unas elecciones en el horizonte. Entonces me sacan de quicio, unas veces más y otras menos, en función de las expectativas que hayan sembrado las encuestas y del grado de satisfacción que me inspire la candidatura a la que voy a votar. Ha habido años en los que casi les he dejado en paz. Otros años me he puesto más pesada, aunque mi experiencia previa me advirtiera que mis esfuerzos estaban condenados al fracaso. En 2019 me he llegado a aburrir de oírme, hasta el punto de que me asombra que algunos, algunas, sigan contestando a mis mensajes. Tengo la impresión de que esta vez he tenido algo más de éxito, pero tampoco estoy completamente segura. Quizás me dicen que van a ir a votar para que me calle. La verdad es que lo entendería.
Pero los seres humanos somos tiempo, y no todos los tiempos son iguales. Todos hemos vivido momentos muy indicados para los bailes de salón, girar y girar al ritmo de una música dulce, amable, sin pensar en nada más, sin detenerse ni un instante a mirar lo que sucede alrededor. El momento en el que vivimos no es así. Tampoco es el ideal para mirarse en el espejo asumiendo un gesto de héroe, o de mártir, abanderado en cualquier caso de una pureza que nos eleva por encima de todos los demás mortales. Aspirar a la palma de los mártires sólo es un buen negocio cuando el peligro está lejos, cuando el martirio es una hipótesis sin fundamento real. Pero estamos viviendo un momento objetivamente peligroso. Una situación preñada de la misma oscuridad que, desde hace años, ha ido apagando las luces de media Europa. No es la mejor coyuntura para posar ante el espejo, ni para bailar valses, ni para mirar con orgullo la inmaculada piel de unas manos que nunca se han manchado. Es, precisamente, la hora de mancharse.
Ustedes se preguntarán por qué les estoy contando todo esto, más allá de que escribir un artículo que va a publicarse el día en el que se celebran unas elecciones generales es un asunto complicado en sí mismo. Tal vez, la mayoría de ustedes no lo habrían leído si le hubiera puesto otro título, pero esa no es la razón. Al sentarme a escribir, he pensado que, quizás, entre las personas que se enfrenten a este texto, como entre las personas con las que comparto mi vida, haya algunos que tengan pensado no ir hoy a votar.
Lo he escrito con la esperanza de que al menos una sola de esas personas cambie de opinión.
Con la esperanza de que él, o ella, se levanté del sofá, y salga a la calle, y vote.
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