Una inyección de autoestima
La Institución Libre de Enseñanza convirtió Madrid en la capital de la renovación pedagógica española y en una referencia internacional.
ES UNA EXPOSICIÓN excelente, pero esa no es su principal virtud.
En 1898, cuando España perdió sus últimas colonias, nuestro país se sumió en una profunda crisis. Eso lo sabemos todos. Nos lo enseñaron en el colegio, lo hemos leído en las contraportadas de las obras de los autores de la época, lo asociamos con una palabra mágica, regeneración, en la que hoy mismo seguimos empeñados. Pero en 1898 pasó algo más, vinculado a una fecha que casi nadie conoce. Sólo los especialistas saben que, en 1876, veintidós años antes de la pérdida de Cuba y Filipinas, se fundó la Institución Libre de Enseñanza, promotora de un impulso de progreso formidable que arrancó, precisamente, de 1898. Porque no todos los regeneracionistas se abandonaron al desánimo.
Madrid, ciudad educadora, 1898-1938, Memoria de la Escuela Pública recorre un trayecto fascinante, el proceso de reforma pedagógica más intenso que ha vivido nuestro país. La exposición, que podrá visitarse en el Museo de Historia de Madrid hasta el 1 de septiembre, empieza con las viejas escuelas unitarias instaladas en pisos del centro de la ciudad, donde alumnos de todas las edades recibían en una única aula las enseñanzas de un solo profesor. Este modelo, tan cómodo para las familias, que escogían la más próxima a su domicilio, como deficiente desde el punto de vista pedagógico, fue reemplazado paulatinamente por las escuelas graduadas, centros sumamente modernos para la época, dotados de patios y jardines donde, por primera vez, los niños y las niñas pudieron jugar y hacer ejercicio al aire libre. El alumnado se clasificaba por edades en diversos cursos, impartidos por maestros o maestras diferentes y especializados en sus contenidos. El desarrollo de un programa de múltiples actividades, culturales, de juego, de ocio, llegó a mantener abiertas las escuelas, y sus correspondientes comedores, durante doce horas diarias, incluyendo sábados y domingos. Cuando empezó este proceso, la educación en España llevaba unos cuarenta años de retraso respecto a los países más avanzados de Europa. En sólo cuarenta años, Madrid no sólo se convirtió en la capital de la renovación pedagógica española. Gracias al enorme esfuerzo realizado por la II República, en los años treinta del siglo XX constituyó una referencia internacional de excelencia, en el ámbito de la educación pública europea.
Esta es la maravillosa historia de una hazaña, un triunfo colectivo que hoy nadie recuerda. Lo cuentan aquí sus propios protagonistas. Redacciones, dibujos, diarios de clase, juegos pedagógicos, exhibidores de mapas. Instrumentos de laboratorio fabricados, o no, por los propios alumnos, partituras, juguetes, vajillas y menús de los comedores escolares, cartillas de ahorro para aprender economía, imprentas, balanzas, máquinas de escribir utilizadas en los cursos a los que ahora llamaríamos formación profesional, programas y horarios escritos a mano por los maestros, aparte de libros, fotografías y vídeos, conforman los materiales de esta conmovedora exposición. La mayoría de estos objetos provienen de los propios colegios públicos de Madrid, donde algunas personas los quitaron de en medio en 1939 para guardarlos, a menudo en sus propias casas, a la espera de tiempos mejores, o permanecieron arrumbados en un trastero hasta que alguien los descubrió.
En cualquier caso, como todas las que merecen la pena, esta es una historia de amor. Incluso, o tal vez sobre todo, en la sección que muestra el esfuerzo de las escuelas públicas durante la guerra, su determinación a continuar abiertas, acogiendo a los niños y las niñas de una ciudad cercada, sometida a bombardeos diarios durante casi tres años, para tratar de aportar a sus vidas una rutina de normalidad.
Madrid, ciudad educadora, me provocó un estado de ánimo paradójico, una combinación perfecta de orgullo y melancolía. Por lo que fuimos capaces de hacer. Por todo lo que perdimos después. Y pensé que tenía que contarlo, porque la memoria es un ingrediente esencial para la construcción de la identidad. Y porque los españoles en general, los madrileños en particular, nos queremos tan poco, que siempre nos viene bien una inyección de autoestima.
No recuerdo otra tan eficaz como ésta.
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