Cuando amo la comida de tu restaurante, pero odio la música que suena
¿Te puedes comer un cebiche mientras suena a todo trapo 'Jumping Jack Flash', de Rolling Stones?
Hace un par de años, una amable marca de destilados tuvo a bien invitar a un puñado de periodistas a cenar al nuevo restaurante que un chef reputado y estrellado acababa de abrir en Madrid. El hombre estaba tremendamente orgulloso del concepto que estaba convencido de haber perfeccionado. Contaba que, harto de la pompa y circunstancia de los espacios destinados a la más alta gastronomía -a saber, manteles de lino, camareros profesionales, copas que se rellenan por arte de magia…-, él quería darle una vuelta al tema, acercarlo al pueblo. Su proyecto era joven y desenfadado. Igual hasta dijo canalla. Es posible.
Para ello, había quitado los manteles, colocado los puntos de luz en sitios inverosímiles y contratado a unos camareros que solo cabía esperar que fueran grandes actores. Era la cocina de calidad de siempre, pero en un ambiente que a un joven no le diera pereza. Eso sí, el precio del cubierto no distaba demasiado de los sitios con mantel blanco y carta de vinos del tamaño de un tomo de Juego de tronos. En fin, que estaba destinado a los jóvenes cuyos amigos se llaman Cayetano.
De cualquier modo, lo peor de todo no era este discurso de hoja de prensa hecha con algoritmo, sino la música. Estabas degustando un cebiche delicioso y a todo meter sonaba Jumping Jack Flash, de Rolling Stones. Era insoportable. Pero, claro, el chef había pensado que su técnica culinaria merecía ser degustada tanto como su, a su juicio, impecable y sorprendente gusto musical.
Estabas degustando un cebiche delicioso y a todo meter sonaban los Stones. Era insoportable. Pero, claro, el chef había pensado que su técnica culinaria merecía ser degustada tanto como su sorprendente gusto musical
Hubiera vuelto algún año después de cobrar el aguinaldo por la comida, pero sentarme de nuevo a degustar sofisticadas elaboraciones a base de alimentos nobles mientras me torturaban con Led Zeppelin a todo meter me apetecía más bien poco, más que nada porque si te sientas en un restaurante de alta cocina quieres degustar la cocina y el concepto creado por el talento y el ego del chef, no también su supuesto buen gusto roquero. Más que nada porque con la música que sonaba en ese desenfadado y canalla local hacía que incluso el plato más sofisticado supiera a cheeseburger.
Hace unos meses, The New York Times narraba cómo el músico japonés Ryuichi Sakamoto, harto de que en su restaurante favorito de la ciudad sonara una música que le parecía no solo mala, sino errónea, le hizo al dueño una lista para que la pusiera en el establecimiento. En la pieza, la propia esposa del músico nipón recordaba cómo habían tenido en cuenta incluso el color de las paredes para elegir la música, que, según Sakamoto, debía ser “ambiental, pero moderna, nada de Brian Eno”.
El músico nipón también pidió ayuda a Ryu Takahashi, un productor neoyorquino, para que le ayudara a elegir los temas. “Lo que sonaba antes aquí era terrible”, comentaba Sakamoto al reportero de The New York Times el día en que este se lo encontró en el local. “Una mezcla de pop brasileño, folk estadounidense y algo de jazz, tipo Miles Davis”.
Tal vez sean los restaurantes los únicos espacios del mundo en los que alguien se puede quejar de que suene Miles Davis sin miedo a parecer un imbécil. O quizás es solo que Sakamoto es un tipo realmente especial y picajoso. “Si suena algo que no me gusta en un local de estas características, simplemente me voy. No puedo soportarlo. Pero este restaurante me gusta mucho: respeto a Odo, su chef”, concluía el músico.
Hoy, si usted va a este local divido en tres espacios (Kukitsu, Kokage e Ippodo), todos consagrados a diferentes aproximaciones a la gastronomía nipona, y ubicado en la zona de Murray Hill, disfrutará de buena cocina y mejor música. Solos de piano de varios estilos, improvisación, bandas sonoras, temas vocales (ninguno en inglés), algo de Wayne Shorter o incluso de Mary Lou Williams. Según el redactor del New York Times, una experiencia realmente memorable antes incluso de que llegue el primer entrante a la mesa.
“El error más habitual es hacer sonar en tu restaurante a tus grupos favoritos. Es muy probable que casi nadie entre tu clientela comparta tu gusto. Hacer sonar hits comerciales también es un error. Tampoco es recomendable hacer sonar bandas sonoras basadas en los géneros más estereotipados, pues corres el riesgo de sonar como todos los demás restaurantes que juegan en tu supuesta liga. Si por lo que sea debes buscar algo romántico, búscalo fuera del jazz. Lo mismo con lo elegante. Puedes ir más allá de la música clásica. Y por favor, el rock solo para casos muy, muy concretos”, apunta Magnus Ryden, jefe del departamento musical en la agencia de marketing Soundtrack Your Brand.
Ok, esto es lo que no. ¿Y lo que sí, Magnus? “Cuando selecciones tu música para el restaurante empieza echándole un ojo al ambiente que ya se ha creado en él y al tipo de experiencia que se vive en aquella sala, basada en el diseño del espacio. ¿Es un lugar exclusivo o inclusivo? ¿Elegante o salvaje? ¿Joven o maduro? Entonces, seleccionas una música acorde al estado adecuado. Esta es la forma de conseguir los sonidos correctos, aquellos que reforzarán la idea de tu negocio, lo que contentará a tus clientes, aumentará las ventas y ayudará a crearte una marca propia”.
Un restaurante bien planteado es uno que pide una lista de canciones única. Un restaurante vivo es uno que pide que esta lista se actualice constantemente. Esto es exactamente lo que ha hecho el chef Dani García en sus locales. “En todos ellos (DGR, BIBO Marbella, Madrid y Lobito de Mar) se ha hecho un estudio previo para ver el estilo del restaurante, el volumen y los tramos horarios, por lo que, según la hora a la que vaya el comensal escuchará un tipo u otro de música. Además, no es la misma música de BIBO Marbella que BIBO Madrid, ya que la decoración y el estilo son diferentes y por tanto la música, también. En concreto, BIBO Madrid cuenta con un hilo musical exclusivo para el reservado, de esta forma, los clientes pueden disfrutar de sonidos más exclusivos durante su velada privada. Todas las listas se actualizan mensualmente para que siempre haya temas nuevos y nunca parezca que suena lo mismo”, cuenta el chef.
Pero no hace falta pertenecer al segmento más elevado de la cadena alimenticia para ofrecer música sensata y bien elegida. “Existe una cadena de cafeterías danesa llamada Joe & The Juice que está haciendo un trabajo increíble. La música les ha ayudado a posicionarse dentro de un mercado tan saturado como el suyo. Su programación musical es consistente y logra no solo reflejar la idiosincrasia de su marca, sino hablarle a su cliente tipo”, apunta Ryden.
En ocasiones, si no se puede hacer algo memorable, lo mejor es crear algo “que pase desapercibido, que ningún comensal salga del restaurante recordando siquiera si había música”, dice Ryden. Pero hay lugares en los que sí deben reconocerse las canciones. Hace una década el experto musical Bruce Buschel publicaba una lista de los diez cd’s que él creía que eran la mejor música jamás grabada para sonar en un restaurante. Incluía cosas que hubiesen puesto de los nervios a Sakamoto, como el Buenavista Social Club, Dexter Gordon o un cuarteto de jazz interpretando a Rochmoninov. Lo suyo era puro tiro con metralleta.
Una cosa es pertenecer a la era previa al algoritmo y otra pensar que una hamburguesería es lo mismo que una tetería. Justo lo contrario de lo que proponía Buschel sucedió en Superiority Burger, local del East Village. Ahí, su propietario pidió a sus amigos cuyo gusto musical más respetaba -ellos le conocían a él y a su comida- que le llenaran iPods con canciones y él los iba a hacer sonar en el local sin haberlos escuchado previamente.
Hoy, existe gente que cuando entra en Superiority Burger pide que suene entero el Rock and rollin’ with Fats Domino, 29 minutos de clasicismo que son tan marca de la casa como la misma comida. Algo mucho más elaborado sucede en el también neoyorquino restaurante Reynard. Su manager, Siobhan Lowe, encarga listas con motivos muy concretos, como, por ejemplo, “que impresione a los nerds, pero que no asuste a mi padre”. Y con estas premisas ha descubierto un nicho maravilloso: la canción de aquel disco de aquel grupo que te suena que jamás fue single. Si usted se pasea mañana por Nueva York y alguien va silbando The big country, el último corte del segundo largo de Talking Heads, es que viene de ese bar.
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