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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Acabar con la parálisis

La no tramitación de los Presupuestos exige la disolución de las Cámaras

Pedro Sánchez, durante el debate de Presupuestos, este miércoles en el Congreso.
Pedro Sánchez, durante el debate de Presupuestos, este miércoles en el Congreso. PIERRE-PHILIPPE MARCOU (AFP)

La imposibilidad de tramitar el Proyecto de Presupuestos Generales del Estado de este año por haber prosperado las enmiendas a la totalidad votadas ayer en el Congreso exige del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, la disolución de las Cámaras y la convocatoria de elecciones generales. No solo para cumplir el compromiso que ha ido reiterando al compás de los obstáculos surgidos en el trato con los independentistas, sino también, y sobre todo, para reconducir la acción política a los procedimientos ordinarios establecidos por el sistema constitucional. La alternativa de prorrogar los Presupuestos vigentes, corrigiéndolos a través de decretos leyes, no haría más que profundizar las vías de excepcionalidad que se han multiplicado durante la actual legislatura.

Baste recordar que el periodo parlamentario que debería acabar ahora sucede a otro donde la idea ventajista de que la fuerza más votada tiene un derecho a gobernar que debe ser respetado por el resto, sostenida entonces por el Partido Popular, y después abandonada en Andalucía, condenó gratuitamente al país a un año de Gobierno en funciones. Con el agravante de que el que lo sustituyó, siempre presidido por Rajoy, no se propuso salir de la parálisis política sino perpetuarla, puesto que se trataba de un Ejecutivo minoritario que no apoyó su continuidad en la conformación activa de una mayoría a su favor, sino en evitar que fraguara una en su contra. En esa misma situación se ha encontrado el Gobierno de Pedro Sánchez, con la única diferencia de que su afanoso voluntarismo ha tropezado invariablemente con la insuficiencia de su fuerza parlamentaria, la exasperada radicalización del Partido Popular y Ciudadanos en competición con la ultraderecha, y el nihilismo de unas fuerzas independentistas decididas a infligir cualquier destrozo al sistema democrático antes que reconocer que carecen de mayoría para imponer su programa de secesión.

El largo periodo de parálisis al que se ha condenado la actividad política en España, coincidiendo, además, con una agravación de los problemas sociales y territoriales, no es el único argumento para no demorar la convocatoria, convirtiendo los próximos meses en una prórroga sin contenido de la que lo único que cabe esperar es el aumento de la crispación y del deterioro institucional. Otoño parece demasiado lejos tomando en cuenta que el Gobierno está más solo después de la votación contraria a su proyecto de Presupuestos, y celebrar en una sola fecha elecciones para cuatro instancias distintas de poder corre el riesgo de simplificar en exceso la presentación de los programas y el desarrollo de las campañas. Los ciudadanos tienen derecho a saber qué propuestas para Europa y para los Gobiernos autonómicos y municipales tiene cada candidato, y no ser condenados a votar de acuerdo con la lógica exclusiva de unas elecciones generales.

El periodo que se abre después de que el Congreso decidiera ayer devolver las cuentas públicas al Ejecutivo, y más si, como convendría, el presidente Sánchez llama a las urnas, coloca a las instituciones representativas ante una transición que no plantearía dificultades en situación de normalidad. No es el caso en estos momentos, razón por la cual es preciso preguntar a los partidos si de verdad creen que es imposible un mínimo entendimiento. No para garantizar la continuidad en las principales políticas, puesto que el desacuerdo es total incluso respecto de ellas, sino, sencillamente, para que un Gobierno en funciones, unas Cámaras disueltas y una campaña electoral que puede acabar rediseñando el mapa político en cada una de las instancias de poder no añadan más incertidumbre a la que ya existe, haciendo que el Estado pierda capacidad de respuesta precisamente cuando más la necesita.

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