La edad de la ira
Una de las razones por las que la gente percibe que está peor, aunque suba el PIB, es porque está peor
Hay ocasiones en las que se amplía la brecha entre el experto, seguro de sus conocimientos, y el ciudadano común cuya experiencia de la vida no coincide con lo que cuentan los datos. Esa brecha puede ser peligrosa, porque los ciudadanos acaban por creer que los están engañando, y no hay nada más demoledor para la democracia que esa desconfianza.
Un veterano editor del Financial Times, David Pilling, opina que estamos viviendo en una “edad de la ira”, definida por una reacción popular desfavorable y el rechazo a instituciones e ideales que antes eran apreciados, incluido el propio liberalismo occidental. Muchas explicaciones contradictorias tratan de interpretar lo que ha causado esa ira popular en países que, a juzgar por las medidas convencionales, nunca habían sido tan ricos. En todas ellas hay un elemento común: la gente no ve la realidad de su vida reflejada en el relato oficial (El delirio del crecimiento, Taurus).
La economía española lleva creciendo varios años seguidos, y en la mayor parte de los casos por encima de los principales países de nuestro entorno (en 2018 creció un 2,5% y aguanta sorprendentemente en medio de la ralentización global). Y sin embargo, la percepción de muchos ciudadanos no se corresponde para nada con esta situación de crecimiento a largo plazo, porque ellos no se benefician de ella. Por ejemplo, el más de un millón de familias en las cuales todavía no entra ningún sueldo para sobrevivir, porque ninguno de sus miembros tiene empleo. Hace unos años, en un rasgo de sinceridad, el presidente francés Nicolas Sarkozy pronunció una sentencia que sirve para estos casos: “Una de las razones por las que la mayor parte de la gente percibe que está peor, aunque el producto interior bruto (PIB) suba, es porque efectivamente está peor”.
Hay analistas que opinan que una de las razones por las cuales la crisis económica sorprendió a tantos por su profundidad y duración es que los sistemas de medición fallaron y los actores del mercado y los funcionarios gubernamentales no se fijaron en el conjunto de indicadores apropiados. En su opinión, ni los sistemas de contabilidad privados ni los públicos fueron capaces de alertar a tiempo, y no avisaron de que el buen comportamiento previo de la economía mundial podía estar alcanzándose a expensas del crecimiento futuro, y que parte de esos resultados eran un espejismo pues eran beneficios basados en precios hinchados por una burbuja.
En el libro citado, David Pilling se une a las iniciativas que sugieren que el PIB cada vez es más limitado para reflejar el bienestar de una sociedad, y que habría que construir un conjunto sencillo de medidas que reflejen las principales inquietudes de la nueva economía (entre otras, mediciones de la renta mediana, de la pobreza, del agotamiento de los recursos, etcétera). Por ejemplo, cuando se producen grandes cambios en el nivel de desigualdad puede que el PIB, o cualquier otro cálculo agregado per cápita, no proporcione una evaluación adecuada de la situación en que se encuentra la mayoría de la población. Si la desigualdad aumenta bastante con relación al incremento medio del PIB, esa porción de la gente puede encontrarse en peor situación aun cuando la renta media haya crecido.
En el Reino Unido de Tony Blair y David Cameron se pusieron en marcha proyectos para medir el bienestar, además del crecimiento económico. Languidecieron. Como también lo hicieron las recomendaciones de la Comisión sobre la Medición del Desempeño Económico y el Progreso Social, que Sarkozy encargó a Joseph Stiglitz, Amartya Sen y Jean-Paul Fitoussi.
También existe el Índice de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, que introduce tres dimensiones fundamentales para el bienestar: tener una vida larga y saludable, adquirir conocimientos y disfrutar de un nivel de vida digno.
En su exitosa novela Ordesa, Manuel Vilas escribe: “Ojalá pudiera medirse el dolor humano con números claros y no palabras inciertas. Ojalá hubiera una forma de saber cuánto hemos sufrido y que el dolor tuviera materia y medición”.
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