Asustadizos contra aventureros
Hay algo que nos impide ver la auténtica dimensión de los cambios y decidir cómo deberíamos reaccionar ante ellos
La velocidad a la que ocurren ciertas transformaciones hace que muchas veces caminemos a tientas por el presente. Nos encontramos con que se enfrentan, por un lado, una mirada prejuiciosa y asustadiza, incapaz de observar con distancia y curiosidad, de liberar la imaginación para activar las posibilidades que ofrecen los cambios. Y, por otra parte, también existe un planteamiento aventurero e irreflexivo que en nombre de la evolución de las cosas no atiende ni a los detalles ni a las consecuencias.
No es el caso de Alfonso Cuarón, director de la emblemática Roma. En rueda de prensa, un periodista le espetó: ¿por qué elegir Netflix y no distribuidoras de salas de cine para estrenar su película? La respuesta de Cuarón hablaba de cine, pero es un ejemplo revelador de un orden que comienza a erosionarse, y de su actitud, particularmente constructiva, ante las ansiedades y tensiones que genera. “Dígame qué posibilidades de distribución y de permanencia en salas habría tenido una película mexicana, grabada en español y en una lengua indígena, un drama en blanco y negro sin estrellas conocidas…”, le lanzó el director. Cuarón salía así del habitual argumento falaz que enfrenta dos opciones entre las que, por lo visto, hay que elegir (el viejo mundo y el nuevo). Algo que nos impide ver la auténtica dimensión de los cambios y decidir cómo deberíamos reaccionar ante ellos. Señalaba Cuarón que le gustaría que la industria tradicional y las nuevas plataformas discutieran, pero para elevar el cine y crear diversidad, sobre todo ahora que el séptimo arte se ha reducido a un tipo de producto específico. “Hay jóvenes cineastas haciendo cine en esas plataformas que no tienen miedo a experimentar con otro tipo de películas”, añadió.
Algo similar vemos estos días con las protestas de los taxistas. La cuestión no versa sobre VTC vs. taxis; lo que observamos es solo la avanzadilla de lo que vendrá con los coches autónomos, que están a la vuelta de la esquina. Porque sabemos que Uber y Cabify no generan aún beneficios, y que sus accionistas asumen las pérdidas a la espera de que un día no tengan que pagar salarios y ocupen todo el mercado. Decir, en fin, “no se puede poner puertas al campo” es simplista, además de inhumano, y urge plantear un debate sobre el modelo de movilidad de las ciudades, sobre cómo garantizar servicios públicos y amortiguar la llegada de las tecnologías y pronunciar la palabra maldita: regulación. Hay que regular los cambios y compensar a los perdedores de las disrupciones tecnológicas. Esto nos lleva a otra reflexión aún más incómoda: ¿estamos preparados para que el trabajo, tal y como lo conocemos hoy, pueda no ser nuestra principal fuente de ingresos, autoestima e identidad?
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