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Columna
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Nuevos muros en la Eurocámara

Miles de ciudadanos desubicados o desclasados se rinden a propuestas extremas. Las elecciones de mayo pueden confirmar esta tendencia, el mismo año que se conmemora el 30º aniversario de la caída del Muro y la gran epifanía de Europa

María Antonia Sánchez-Vallejo
Orbán, primer ministro húngaro, comparece en el Parlamento Europeo.
Orbán, primer ministro húngaro, comparece en el Parlamento Europeo. REUTERS

Quiere la casualidad que 2019 sea un año doblemente europeo: por la celebración de unas elecciones que pueden mudar la faz de la Unión, haciéndola más parda y bronca, y por una efeméride como el 30º aniversario de la caída del Muro. Un momento para reflexionar sobre las expectativas truncadas de una generación nacida en libertad que hoy se rinde a propuestas coléricas. El cinturón del Este constriñendo los valores de Europa: es el asalto a la razón de Polonia o Hungría.

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El muro de Berlín era el último dique en el paseo triunfal de la globalización, esa tabula rasa ideológica que, al otro lado del Telón de Acero, se anunció con la inocente apertura de un McDonald’s en Budapest en 1988. Las colas de ciudadanos ante embajadas occidentales se multiplicaron como una epidemia de anhelos y en noviembre de 1989 caía el muro, hoy replicado en una exposición itinerante de secciones autentificadas. Bajo los cascotes yacieron muchas expectativas de progreso.

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Treinta años después, los dos grandes edificios ideológicos que han encarnado la etapa más prolongada de paz y prosperidad en Europa, la socialdemocracia y el liberalismo, se han derrumbado como el Muro y, junto con la Gran Recesión, han dejado al albur a millones de personas para las que la promesa de un contrato social o la invocación del bien común suena a retórica, porque siguen braceando en la penuria.

La del Este fue una transición corrompida; un alud de reformas que benefició a unos pocos (la misma élite, metamorfoseada, en la Rumanía poscomunista) y arrasó a los de abajo. La privación de derechos dio paso a una privación material (Bulgaria, Rumanía) y el vendaval global se llevó puestos de trabajo y trajo a cambio decenas de miles de extranjeros. No es casualidad que tres de los cinco países que no han suscrito el pacto migratorio de la ONU (Hungría, Polonia y República Checa) pertenecieran al Telón de Acero; tampoco es fortuito su malestar inespecífico, que ni siquiera un desempeño económico boyante logra atenuar.

Estos europeos demediados se rinden hoy a liderazgos fuertes que ofrecen soluciones tajantes a un resquemor histórico. La única fraternidad que experimentan no es el abrazo de la madre Europa, sino el de otros ciudadanos igual de desclasados, como los antiguos obreros comunistas que hoy votan a Le Pen en Francia.

La Europa de democracias sin conciliar; enferma de antisemitismo desde mucho antes del Holocausto o Dreyfuss (el odio a Soros, tumbas judías execradas en Grecia, los gestos de algunos chalecos amarillos), puede cruzar el umbral en mayo. Será el precio de haber creído que aquel 9 de noviembre de 1989 fue el fin de la historia, y no la llave de la caja de los truenos.

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