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Tribuna
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Donald Trump y el fin de la historia

El progreso sigue siendo una poderosa tendencia, no exenta de amenazas y peligros como Trump

Trump antes de abordar el Air Force One en la base de Andrews.
Trump antes de abordar el Air Force One en la base de Andrews.Andrew Harnik (AP)

El inicio oficial de la presidencia de Donald Trump en los Estados Unidos el pasado 20 de enero parece poner en cuestión –junto con el resultado adverso del referendo sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea– la fortaleza de la democracia liberal en el mundo, aparentemente asediada por las tendencias nacionalistas y populistas.

En 1989, poco antes de la caída del muro de Berlín, Francis Fukuyama, popularizó precisamente la tesis de que la historia concluía con el triunfo del capitalismo a la americana y la democracia liberal, lo que pareció confirmarse con el colapso definitivo de la Unión Soviética en diciembre de 1991, y el despliegue de la globalización comercial y financiera de la década de los noventa, impulsada en parte por la innovación tecnológica que supuso Internet. Paradójicamente, el ensayo de Fukuyama pasó por alto los proyectos de integración regional en clave federal como otra dimensión de la conclusión del proceso histórico, y que enlazarían con la aspiración kantiana de garantizar la paz perpetua.

El primer gran golpe a la predicción sobre el fin de la historia son los atentados del 11 de septiembre
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El primer gran golpe a la predicción sobre el fin de la historia son los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington. Aun cuando Fukuyama nunca predijo el fin del acaecimiento de los sucesos históricos, su tesis sí que implicaba, al confiar en el triunfo global de la democracia liberal y de la economía de mercado de tipo capitalista, como culminación de la evolución ideológica universal, la progresiva desaparición de las guerras en favor de la competencia económica, lo que la emergencia del terrorismo yihadista parecía poner en cuestión.

Más relevante para la crítica de las ideas de Fukuyama ha sido la crisis financiera y económica que se inició en el verano de 2007 en los Estados Unidos, luego extendida al resto del mundo y a Europa en particular. El capitalismo desregulado y financiarizado no solo aumentó gravemente las desigualdades, lo que no parecía importar tanto si todos recibían una parte de los frutos del crecimiento, sino que además dio lugar a un período de caída en la tasa de variación del producto, y de alto paro, del que todavía no nos hemos recuperado del todo. Pero la crisis no solo puso en tela de juicio el modelo de economía de mercado de tipo capitalista, sino que ha afectado a la propia superestructura política, como consecuencia del colapso de la infraestructura económica, siguiendo a Marx.

De ahí el refuerzo o aparición de movimientos de cariz nacionalista y populista, a izquierda y derecha, con sus particularidades locales (Frente Nacional en Francia, antieuropeos británicos, “Podemos” en España, Beppe Grillo en Italia, el citado Donald Trump en Estados Unidos, etc.) que tienen en común una dialéctica de amigo-enemigo, el desprecio de las instituciones de la democracia liberal y cosmopolita, y de la clase política establecida, la confianza en líderes mesiánicos, y la propuesta de soluciones tan simples y populares como impracticables (en el mejor de los casos).

No se divisa ninguna alternativa a la democracia representativa, sostenida sobre una economía de mercado

En cierto modo, la tesis del fin de la historia no deja de formar parte de una larga tradición del pensamiento ilustrado que considera el progreso de la humanidad como un fenómeno inevitable. Esta creencia determinista entró en crisis con la Segunda Guerra Mundial y el holocausto del pueblo judío, y sobre todo con la fabricación de la bomba atómica, al resultar posible la propia autodestrucción de los terrícolas. La elección de Trump al mando de la primera potencia mundial supondría solamente la más reciente y pintoresca prueba en contra de la inevitabilidad del progreso.

Pero también es cierto que las condiciones materiales y tecnológicas del Homo Sapiens, incluido el respeto de los Derechos Humanos, no ha dejado de mejorar con el paso del tiempo. Cabe entonces concebir el progreso como una poderosa tendencia, si bien no exenta de retrocesos y peligros.

Entretanto, no se divisa ninguna alternativa creíble o deseable a la democracia representativa, sostenida sobre una economía social de mercado, y expandida a través de la integración supranacional, como medio para poder realizar de manera efectiva los valores de libertad, bienestar y paz.

Quizás más pronto que tarde la próxima aceleración positiva de la historia venga de la mano de una Unión Europea forzada, por sus principios y por los últimos acontecimientos, a encarnar plenamente estos tres ideales en beneficio del conjunto del planeta.

Domènec Ruiz Devesa es abogado y economista, vocal del Buró Ejecutivo de la Unión de los Federalistas Europeos.

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