Viene la Michelin
La guía dirige su mirada hacia donde se concentra la riqueza, que es donde encuentra compradores, y silencia la realidad de las cocinas emergentes, que no son pocas
Se nos viene la Michelin. Lo anuncian en los mentideros culinarios los más interesados en que la noticia acabe siendo una realidad, que vienen a ser los comandantes de la alta cocina local, en busca de estrellas que igualen sus filipinas con la casaca de un general. Lo de los 50 Best está quedando pequeño para tanta grandeza y apuestan por esa joya de la corona que vienen a ser las estrellas Michelin. Estoy con ellos, aunque por motivos diferentes a los suyos. Me parece una buena noticia. Más allá de aciertos y desaciertos en la concepción o el resultado final, la llegada de la guía de las ruedas a las ciudades que marcan el ritmo de las cocinas del cono sur puede abrir puertas a nuevos tiempos. Al menos debería provocar un cambio de ritmo para los cocineros de referencia. Frente a la dinámica consagrada por 50 Best, que obliga al profesional a abandonar su cocina para recorrer el continente a la rebusca de votantes (casi ninguno viaja, se mueve o paga comidas en la lista de la confraternización y el buen rollito), el modelo de la Michelin empuja al cocinero a mantenerse en el restaurante, a la espera de un inspector que nunca se anuncia y no se muestra hasta después de pagar la factura. No es poco.
Hablan de Lima y Santiago como antes lo hicieron de Río y São Paulo, donde la guía francesa se instaló hace dos años. No fue una guía de Brasil, como algunos anunciaban y otros deseábamos, sino una guía dedicada a las dos ciudades más importantes del país, que no es lo mismo, aunque parece que funciona. La guía dirige su mirada hacia donde se concentra la riqueza, que es donde encuentra compradores, y silencia la realidad de las cocinas emergentes, que no son pocas. Los detalles se ajustan al máximo desde que cada edición local de la Michelin está obligada a mantenerse con las ventas; la aproximación a ciudades como Bahía o Recife se considera hoy un gasto superfluo.
No parece fácil que Lima y Santiago de Chile sean el objetivo aislado de la Michelin. Una guía de cada una de esas ciudades sería más bien magra; poco más que un fascículo. Ambas viven realidades estimulantes, pero todavía están en pleno proceso de crecimiento: un par de docenas de restaurantes a considerar y mucho material de relleno. En Chile podría salir a provincias, extenderse a Valparaíso, en el centro, Antofagasta en el norte y recorrer la costa hacia la Patagonia.
En Perú podría ampliar la mirada a las ciudades de Arequipa y Cuzco. Me sorprende que nadie hable de una guía en México, donde hay cocinas y restaurantes de calidad suficientes para justificar una edición y propiciar además una buena selección. ¿Llegaremos a verla? Abriendo la perspectiva, no estaría nada mal un ataque de cordura añadido que nos regalara una Michelin de grandes ciudades de América Latina. Ignoraría las cocinas periféricas, como hace la brasileña, pero empezaría a mostrar la realidad de las cocinas emergentes del continente americano.
Más allá de enfoques, compromisos y consecuencias, la llegada de la Michelin siempre es una buena noticia. Dinamiza las cocinas, estimula a los jóvenes casi siempre ignorados por las listas del compadreo, empuja a los consagrados de vuelta al trabajo y alimenta el debate. En el debe hay un poco de todo; cocineros fetiche sobrevalorados junto a otros eternamente malditos, lagunas, ausencias y unos cuantos excesos. Es el mundo real. Lo encuentro al llegar a Madrid coincidiendo con la fiesta anual de la Michelin de España y Portugal. Esta vez se celebra en Lisboa y la guía ha decidido aprovecharla para mostrar su desprecio por los restaurantes portugueses, eternamente relegados en sus páginas. Visto de lejos, se parece mucho a la romería de la santa de mi pueblo. La alta cocina española vive la fiesta a lo grande. Ha peregrinado con el equipaje de las grandes ocasiones, lo que incluye vestuario de gala, y un séquito de palmeros, groupies y hooligans profesionales, acompañados por un par de críticos. La mayoría celebra con sus ídolos en un espectáculo más bien sonrojante. Consuela pensar que es la cara B de un proceso saludable.
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