Venenosa vergüenza
Los inmigrantes, sometidos a situaciones repetitivas de humillación, son uno de los colectivos que más padecen este sentimiento tan destructivo
ASISTO CON apenado interés al desastre del Brexit. Siempre he sido muy anglófila, pero ahora los veo caminar contra la historia y sumirse en un caos involucionista. Es lo que tienen los discursos del odio: empiezas con soflamas populistas contra los emigrantes y los vecinos europeos, y terminas envenenando todo y matándote con tus propios compañeros de viaje. Una vez que se suelta la bicha del odio no hay quien la pare; el sectarismo posee una fertilidad conejil que hace que vaya pariendo sucesivas subsectas cada vez más pequeñas, todas rabiosamente enfrentadas entre sí. Se diría que una buena parte del planeta ansía regresar a la horda.
La furia xenófoba que engorda en la Tierra tiene en el Brexit una expresión perfecta. La psicóloga Celia Arroyo, especializada en duelo migratorio, contaba hace un año en EL PAÍS que la mayoría de sus pacientes residen en Reino Unido. Según ella, el Brexit ha disparado la incertidumbre entre los emigrantes; alguno ha llegado a definir la situación como de “puro racismo”. Sé que el problema de los flujos migratorios es gravísimo, quizá el mayor reto que hoy enfrenta el mundo, y que, si no nos esforzamos en encontrar soluciones (y en lograr que los emigrantes prefieran quedarse en sus países), el populismo ultrarreaccionario lo utilizará de caballo de Troya para tomar el poder. Pero es imposible no dolerse ante el aumento de la xenofobia y ante el dolor que el rechazo provoca en tanta gente.
Dolor y vergüenza. Los últimos trabajos de Celia Arroyo se centran precisamente en la vergüenza, un sentimiento nefasto se mire por donde se mire. Hay otras emociones negativas, como el miedo o la culpa, que, si no se desmesuran patológicamente, tienen su utilidad: avisan de peligros, te hacen consciente de tu responsabilidad. Pero la vergüenza es puro veneno, “es una emoción que nos hace sentir inadecuados, deficitarios, incluso no merecedores de que nos sucedan cosas buenas o nos amen las personas adecuadas”, dice Celia. Es algo que está muy relacionado con la inseguridad y la baja autoestima. ¿Quién no ha sentido vergüenza alguna vez? A mí me ha sucedido en ocasiones, y arden los momentos en mi memoria o más bien en mi carne, porque parecen tan hirientes que su dolor es físico. Se trata de un sentimiento tan destructivo que nos es muy difícil de manejar; la vergüenza nos da mucha vergüenza, y si yo ahora te pidiera que contaras públicamente alguna de tus vivencias más vergonzosas, probablemente te incomodaría hacerlo, salvo que se tratara de un recuerdo de infancia, por ejemplo, en el que ya no te sintieras implicado.
Pues bien, si las personas son sometidas a situaciones repetitivas de humillación, el sentimiento puede cristalizar y enfermar a la víctima de modo permanente. Esa es una de las consecuencias del acoso infantil: a menudo queda la secuela de la falta de autoestima. También hay padres y madres que machacan a sus hijos, que los avergüenzan y los dejan marcados: no todas las familias son protectoras. Y aquí regresamos de nuevo a los emigrantes, que, dice Celia Arroyo, son un colectivo especialmente expuesto a sufrir problemas de vergüenza. Pueden incluso ser personas con amplio currículo profesional, inteligentes, capacitados, pero llegan a un país en el que no dominan la lengua ni las costumbres y todos les miran despectivamente (y cada día más) como extranjeros.
En el libro Incógnito, del neurocientífico David Eagleman (Anagrama), el autor nos cuenta que hace décadas que los investigadores están buscando el gen relacionado con la esquizofrenia, y que, de hecho, han encontrado unos cuantos. Sin embargo, ningún gen te predispone a sufrir esta psicosis tanto como el color de tu pasaporte. Según varios estudios, “la tensión social de ser inmigrante en un nuevo país es uno de los factores fundamentales para padecer esquizofrenia”. Cuanta menos aceptación social, más posibilidad de enfermar: “Parece ser que un repetido rechazo social perturba el funcionamiento normal de los sistemas de dopamina”. Así que este viento creciente de xenofobia no sólo nos va a hacer más agresivos, más sectarios, más pueblerinos y más reaccionarios, sino que va a llenar el mundo de psicóticos.
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