Síntoma y causa
El deporte intelectual de moda es acusar a nuestros antagonistas ideológicos de destrozar los países que gobiernan. Pero la actividad sana para una democracia es reformar sus instituciones antes
En Brasil, corremos el riesgo de cometer el mismo error que en Venezuela: confundir el síntoma (Chávez o Bolsonaro) con la causa (la corrupción política sistémica). Y eso tiene consecuencias serias. Porque en ambos países el problema de fondo no es, ni ha sido, ideológico. El socialismo bolivariano y el neofascismo son solo manifestaciones de una desazón social más profunda.
El régimen de Chávez-Maduro no es la explicación de los males de Venezuela. Obviamente, los ha multiplicado de forma exponencial. Y, tras dos décadas de chavismo, Venezuela es hoy invivible. El Gobierno de Bolsonaro, que hace unos años expresaba su admiración por Chávez y quería que su “filosofía llegara a Brasil”, también puede ser devastador para el país. Brasil puede empeorar política, social, económica y medioambientalmente.
Académicos e intelectuales hacen bien pues en advertir que la elección de Bolsonaro es una tragedia para Brasil y América Latina. Pero yerran al responsabilizar a una ideología, ya sea la “amenaza neofascista” manufacturada por la élite política local o la “ola de conservadurismo global” llegada a las playas brasileñas desde la América de Trump.
Sin duda, las redes sociales han ayudado a propagar mensajes de odio. Y Brasil es particularmente adicto al consumo de noticias digitales. No solo por tener 130 millones de usuarios de Facebook y 120 de WhatsApp, sino porque dos de cada tres brasileños usan las redes sociales para informarse de las noticias —el doble que, por ejemplo, en Alemania o Francia—. Si, como indica algún estudio, hasta la mitad de los mensajes políticos difundidos por WhatsApp contienen falsedades, las elecciones brasileñas han sido intoxicadas.
Pero el problema no es el veneno político que traen salvapatrias como Bolsonaro o Chávez, sino la corrosión institucional previa a su ascenso al poder. Los venezolanos estaban hartos de una partitocracia que había parasitado las instituciones; los brasileños, de unos políticos envueltos en tramas corruptas tan gigantescas como el Lava Jato, que, con sus ramificaciones internacionales y sus más de 4.000 millones en pagos ilegales, es quizás el escándalo de corrupción más grande de la historia.
El deporte intelectual de moda es acusar a nuestros antagonistas ideológicos de destrozar los países que gobiernan. Pero la actividad sana para una democracia es reformar sus instituciones antes. @VictorLapuente
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