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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las crisis económicas producen monstruos

Fritz Lang sabía de qué materia estaban hechas las pesadillas alemanas cuando comenzaba la década de los años treinta

Jesús Mota
Fotograma de M. El vampiro de Düsseldorf
Fotograma de M. El vampiro de Düsseldorf

Fritz Lang (Friedrich Christian Anton Lang) dirigía en un estado de “seguridad sonámbula”, según confesión propia, M (El vampiro de Düsseldorf, 1931). La autodefinición responde con exactitud a ese dominio, total y al mismo tiempo estupefacto, de los resortes artísticos necesarios para describir una realidad histórica atroz predibujada y precalculada por el nazismo. Lang y Thea von Harbou no pensaron en la historia del asesino de niñas Franz Becker —apabullante Peter Lorre— como una denuncia al NSDAP; pero la “seguridad sonámbula” del director actuó como un catalizador magistral de significados... incluido ese.

M reúne dos líneas sociopolíticas fuertes vigentes todavía como aproximación a la realidad social. La primera es que las crisis económicas regurgitan monstruos. Mientras Alemania intentaba superar la catástrofe de la hiperinflación —17.000 marcos convertidos en 17 céntimos en el plazo de tres meses—, los alemanes chocaban con los horrores de Fritz Haarmann, El Carnicero de Hannover, que asesinaba a jóvenes parados o a vagabundos y vendía después su carne como si fuera de caballo. Alimento infame para una sociedad famélica. Otro ogro, Peter Kürten, El Vampiro de Düsseldorf, un adicto al asesinato compulsivo y a succionar la sangre de sus víctimas, sería detenido poco después de estrenarse la película. Lang sabía de qué materia estaban hechas las pesadillas alemanas cuando comenzaba la década de los años treinta.

El segundo vector del filme es la inversión social, la degradación de la seguridad y de la justicia. No es la policía, ni la justicia, quienes detienen a Becker, sino la Sociedad Secreta de Ladrones de la ciudad. Cuestión de rentabilidad. La presión policial arruinaba el negocio del robo. El juicio final es un prodigio de patetismo y voluntad paródica; en él, Becker aparece como lo que es, una personalidad deforme subproducto del horror social e institucional.

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Las interpretaciones sociales de M son secundarias. Lo primario es la extrema belleza de las imágenes que transmiten el terror: el grito de la madre como un eco catedralicio en las escaleras, el hecho de que el asesino sea oído antes que visto —espléndido el uso de En la cueva del Rey de las Montañas, de Edvard Grieg—, el globo de la niña detenido en su ascenso por el tendido eléctrico... Las crisis producen monstruos. Basta con mirar alrededor hoy.

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