Una bodega en el fondo del Cantábrico
Más cómodo con un traje de neopreno que con corbata, Borja Saracho es buceador y director general de Crusoe Treasure, una bodega que sumerge sus vinos en el mar Cantábrico para que envejezcan entre mareas, tempestades y peces
UNA MAÑANA de septiembre, enfundado en un traje oscuro de buceador, con unas aletas amarillas que le obligan a caminar como dibujo animado, Borja Saracho, que acaba de descender un puñado de metros en el mar Cantábrico con un tanque de oxígeno, se agita cuando un cabracho asustado intenta escapar de uno de los jaulones repletos de las botellas de vino de Crusoe Treasure, su bodega subacuática. El cabracho es un pescado con una cresta venenosa que también es conocido como krabarroca, pez escorpión o escarapote. Es un diablo de apariencia grotesca que aprovecha su color, entre el rojo y el pardo, para mimetizarse. Saracho, que ha buceado entre leones marinos en Canadá y en reservas protegidas e islas de otros países, deja pasar al animal y este se esfuma como un espejismo. Una espina incrustada en su piel de buzo le habría provocado una inflamación y, quizá, hasta fiebre.
“El fondo marino no es como el pasillo de tu casa: cambia constantemente”, dice Saracho después, en la cubierta de madera de un antiguo barco mejillonero con una grúa pequeña que hoy ha extraído tres jaulones con vino blanco. Crusoe Treasure, la empresa que lidera junto a José Antonio Sáez de Ocáriz, del grupo de emprendedores Init, rinde homenaje al célebre personaje de Daniel Defoe y a las embarcaciones hundidas y las botellas que habitan en las entrañas de algunas de ellas. Se creó en 2009 como un laboratorio para estudiar el envejecimiento de las bebidas alcohólicas debajo del agua. Hicieron pruebas con vinos donados por productores de otras bodegas de España y con el tiempo decidieron ofrecer sus propios vinos recurriendo a nombres con el ADN de los aventureros, como Sea Passion o Sea Legend.
El centro de operaciones de Crusoe Treasure es una concesión submarina de 500 metros cuadrados a media milla de la costa de Plentzia, un pueblo de origen medieval del noroeste del País Vasco. Está poblado por módulos de hormigón con rejas, para que las corrientes puedan circular con libertad ahí adentro. Tiene capacidad para 10 jaulones donde las botellas se apiñan como los libros en las estanterías de una biblioteca. Y está equipada con unos sensores que miden variables como la presión, que suele rondar las tres atmósferas, y la temperatura, que casi nunca supera los 19 grados. La mayoría de las botellas permanece a 18 metros de la superficie entre seis meses y un año. Las huevas de pez, las esponjas y las estrellas marinas se adhieren a ellas como un chicle a la suela de los zapatos nuevos; alrededor de 150 especies ya catalogadas hacen lo propio en el resto de la estructura y entre todas conforman un arrecife artificial que ayuda a regenerar la zona y a recopilar datos que en el futuro pueden arrojar luz sobre procesos como el cambio climático.
Saracho, que cuando está allá abajo se mueve a tientas porque la visibilidad es mínima, nació en Vitoria. Tiene 45 años, el cabello corto y un reloj de pulsera con los números grandes porque en su particular universo es importante el tiempo de espera entre una ola y la siguiente en un temporal o el que transcurre entre la bajamar y la pleamar. Es un gran entusiasta que se siente más cómodo con un traje de neopreno que con corbata. Un buceador que antes de serlo, cuando era un niño, a veces se ahogaba en tierra por culpa del asma. Que se enamoró del mar en la casa de su abuela, en Lekeitio, una villa pesquera que visitaba por recomendación médica para que los pulmones “se abrieran”. Un curioso profesional que se interesó por los naufragios reales gracias a uno ficticio —el de un galeón sumergido de donde el capitán Haddock rescataba botellas de ron jamaicano en el cómic de Tintín El tesoro de Rackham el Rojo—. Y un licenciado en Derecho que pasó de brindar con cerveza a cerrar los negocios con una copa de vino.
Los vinos submarinos de Crusoe Treasure están presentes en la carta de Arzak y han despertado el interés de Richard Branson
Antes de llegar al puerto, Javier Bobadilla, un distribuidor de La Rioja que está en el barco como invitado porque aspira a consolidar mercados para Crusoe Treasure en lugares como Noruega, Rusia o Escandinavia, se arrima a uno de los jaulones que llevan botellas, respira extasiado y dice que para su hijo Fabián, de cinco años, este es el “vino de conchas”. Francesc Ricart, el director comercial de la marca, asegura que las texturas inusuales de cada botella son un símbolo de autenticidad porque es el mar el que “las diseña”. Y Anna Riera, la bióloga del equipo, sujeta unas algas rojas con delicadeza y comenta que son un indicador de la buena calidad de las aguas en esta franja costera.
Entre los consumidores del vino submarino de Saracho ha habido un poco de todo desde el comienzo: restaurantes como Arzak, un emir que les fue a ver con su bufón incluido o un chino que mandó a un séquito de monjes budistas para certificar la buena onda de la bodega. Richard Branson, el magnate fundador del grupo Virgin que ahora aspira a llevar turistas al espacio, también tiene interés en lo que sucede en el lecho del mar y los ha probado. Y entre las anécdotas del cuaderno de bitácora, Saracho recuerda la vez que empezaron a volar unos corchos de cava en su coche como torpedos, y la vez que Steven Spielberg les contestó a una carta, y las veces que se han librado de los cantos de sirena de los embaucadores.
Antonio Palacios, el enólogo de la firma, un escéptico que se reconvirtió a la fe de Saracho tras una serie de análisis químicos y catas, es el que identifica mejor las peculiaridades de estos vinos con precios que oscilan entre los 60,50 y los 92,30 euros: “Su color es más juvenil. No necesitan respirar, tienen una evolución en copa muy rápida. Desde el punto de vista olfativo, son un carrusel aromático y me parecen muy equilibrados y placenteros en boca”. Entre los factores que impulsan su transformación: la ausencia de luz, la gravedad o las mareas por el influjo lunar. “Un vino terrestre se cría en quietud, en silencio. Y nosotros los exponemos a todo lo contrario: a la cinética, a la energía, al desasosiego”, explica el experto.
A la hora de la comida, antes de probar el Sea Soul Nº 7, el vino blanco que ha salido del mar hace un rato, Saracho disimula la ansiedad mirando repetidamente la pantalla brillante de su teléfono móvil. “Sé que saldrá magnífica”, dice de una botella sin descorchar que reposa en una cubitera. Está esperando a que alguien se lo confirme.
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