Prisión preventiva
Es admisible que el Supremo revise la situación de los detenidos del ‘procés’
La prisión preventiva constituía un expediente judicial muy frecuente durante el franquismo. Su empleo ha descendido progresivamente desde la Transición y hoy apenas un 14% de la población reclusa española permanece entre rejas antes de que se dicte sentencia, aunque en los dos últimos años se ha producido un pequeño repunte. La tasa está por debajo de la media europea, en torno al 25%, lo que muestra el progreso liberal de nuestra judicatura.
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La mayor parte de los presos preventivos se circunscribe a protagonistas de presuntos delitos relacionados con el tráfico de drogas, miembros de organizaciones criminales y autores de robos con violencia. Una singular anomalía suele acontecer con los enjuiciados en asuntos de especial trascendencia mediática: los jueces tienden a dictar para ellos mayor número de autos de prisión provisional, quizá por un exceso de prudencia, por el prurito de no ser criticados por exceso de benignidad o por la permanencia psicológica del antiguo requisito de la alarma social —que ya no está vigente— para imponer este tipo de medida.
La prisión preventiva constituye una medida cautelar destinada a garantizar que los encausados estarán en todo momento a disposición judicial, especialmente en el momento de la vista oral. No es en modo alguno una pena anticipada. No lo es incluso aunque deba relacionarse como medida de proporción con la pena asociada al tipo delictivo del que está acusado el delincuente: a mayores penas previsibles, más lógica tiene dicha cautelar, pero siempre y cuando se cumpla alguno de los requisitos previstos en la ley.
Esta sucinta doctrina general es también aplicable al caso más estentóreo de presos preventivos de hoy, el de los independentistas catalanes que permanecen encarcelados, en algunos casos desde hace ya más de un año. Resulta falaz la acusación de parcialidad que algunos de sus seguidores lanzan sobre el juez instructor y el Tribunal Supremo, por más que sus resoluciones sean susceptibles de examen crítico. Ni es extemporánea una prisión preventiva argumentada jurídicamente ni la judicatura española persigue al movimiento independentista in toto ni los dirigentes de ese sector son los únicos sometidos a medidas similares (el ex secretario general del PP madrileño Francisco Granados estuvo dos años y medio en idéntica situación).
Todo ello no significa que las medidas cautelares, por esencia efímeras, no puedan o deban ser reexaminadas atendiendo a razones jurídico-judiciales en virtud de las distintas situaciones individuales. De los tres requisitos necesarios para legitimar una prisión preventiva, hay dos que parece que ya no concurren: el riesgo de destrucción de pruebas (obsoleto con el paso del tiempo) y el de reincidencia en el delito (al no ocupar los justiciables sus anteriores responsabilidades). Tan solo podría contemplarse el peligro de fuga en caso de que los procesados fuesen liberados. No es un riesgo teóricamente menor para asegurar el buen fin del proceso. Pero es mayor en función de la apariencia: en cuanto que la huida de algunos dirigentes afianza la percepción de que el resto podría seguir su camino. Pero apariencia y realidad no siempre caminan juntas. Varios de los hoy encarcelados fueron en su momento puestos en libertad. Descartaron drásticamente utilizar esa ventaja para convertirse en prófugos. Y acudieron a declarar cuantas veces fueron llamados a ello, aun a sabiendas de la probabilidad de ser sometidos a procesamiento por delitos muy graves, y gravemente penados.
Por ello, teniendo en cuenta que cada una de las conductas y situaciones individuales no son idénticas, que ha transcurrido ya largo tiempo de prisión preventiva y que falta poco tiempo para la apertura del juicio oral, no resultaría contraindicado que el alto tribunal reexaminase la oportunidad de revisar las resoluciones de prisión preventiva.
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