Corrupción española
Marx escribió que nunca, jamás, ninguna revolución había ofrecido espectáculo tan escandaloso en la conducta de sus hombres públicos como la española
Escribía Karl Marx que nunca, jamás, ninguna revolución había ofrecido espectáculo tan escandaloso en la conducta de sus hombres públicos como la española, emprendida en interés de la “moralidad”. Ya fueran partidarios de Espartero, ya lo fueran de Narváez, los partidos que formaron la coalición de 1854 se habían preocupado sobre todo de repartirse “el botín de cargos, empleos, salarios, títulos y condecoraciones”. Y añadía Marx: la rapacidad sin igual con que se están repartiendo el botín queda bien caracterizada por el reparto de embajadas. El nombramiento de González Bravo para la de Constantinopla era “la encarnación de la corrupción española”.
Pocos años después, Juan Valera, el más distinguido analista de la política española de la segunda mitad del siglo XIX, recordando la subida al poder por segunda vez de Ruiz Zorrilla y el reparto entre sus partidarios de 20.000 empleos, afirmaba que “algo de polaquería va siendo un requisito indispensable, una calidad ingénita de todo partido español”. Cada partido contaba con su “proletariado de levita”, en total una masa de 80.000 a 100.000 hombres que esperaban vivir de la política y “cuyo to be or not to be se cifraba en esta expresión: cuando manden los míos”.
El trono del cacique, bramará Joaquín Costa varias décadas después en el Ateneo de Madrid, al presentar su memoria sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno de España, quedó incólume tras la revolución de 1868. Todo aquel estado de “corrupción y servidumbre, trasunto de las naciones decadentes de Asia”, subsistía íntegro 32 años después, agravado con la hipocresía de la soberanía nacional y del sufragio. Por debajo de doctrinas, añadirá Azorín, la realidad. Y la realidad se llamaba “venalidad, insinceridad y corrupción política española”.
Manuel Azaña la describió con una metáfora afortunada en 1930, en su magistral conferencia sobre las tres generaciones del Ateneo de Madrid. Corrupción española es que lo más granado de la sociedad se aplique a “vendimiar el poder, haciendo bueno el apóstrofe de Javier de Burgos: ‘Hay mucha gloria que conquistar; mucho dinero que ganar”. Da igual que presida Martínez de la Rosa, elegante filósofo de la moderación y el justo medio, lo decisivo es que siempre habrá un Sartorius que eleve a sistema la corrupción política, la polaquería que decía Valera, un sistema que se propone “la felicidad del país enriqueciendo a los secuaces”, como lo dirá Azaña. Marx en 1854, Valera en 1873, Costa en 1901, Azaña en 1930 coincidían en que la corrupción, más allá de definir las políticas del sistema, afectaba al corazón mismo del sistema de la política.
Manuel Azaña la describió con una metáfora afortunada en su magistral conferencia de 1930 en el Ateneo
Eso era lo que entendían por corrupción española, una criatura del siglo XIX que irrumpe en el XX hasta alcanzar en la dictadura franquista su máxima perfección. De dos instrumentos se han valido las camarillas para destruir toda la vida civil en España, lamentaba Dionisio Ridruejo en 1961: la violencia represiva y la corrupción metódica. El terror comenzó pronto, y desde el principio adquirió el carácter perfecto de extirpación de todas las fuerzas políticas que habían sostenido a la República. Así quedó el terreno despejado para algo más profundo que el terror, añadía Ridruejo: la corrupción, que alcanzó la dimensión del reparto de un botín de guerra, con “el obvio resultado de la miseria desesperada de los más pobres y la prosperidad casi inverosímil de los más ricos”.
A la dictadura siguió la democracia con la expectativa de que al fin disponía el Estado de los instrumentos precisos para clausurar esta larga historia. De ahí que produzca cierta melancolía tropezar, en la sentencia 214/2018 del Tribunal Supremo, con los pasajes que confirman la permanencia en la política española de una “estructura de corrupción” sostenida en unas relaciones fluidas, estrechas y de amistad entre cargos públicos y personajes de levita para cometer delitos de asociación ilícita, prevaricación administrativa, tráfico de influencias, malversación de caudales públicos, falsedad documental y cohecho activo y pasivo. Lo juzgado no se limita a “un hecho puntual”, afirma la sentencia, sino que genera una estructura que trastoca todo el funcionamiento del servicio público. Y eso es corrupción española, una estructura, en Madrid como en Cataluña, en Valencia como en Andalucía, en Baleares como en la Casa Real…
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