La ‘dolce vita’ de Stephan Janson
A los 8 años decidió ser diseñador de moda. Su amistad con Kenzo, Saint Laurent y Diane von Furstenberg fue su gran escuela. Tras trabajar para firmas míticas, decidió hace tres décadas comercializar sus propias creaciones. A los 60 años, vive ajeno a los dictados de la fama. Su trabajo no es solo idear prendas, sino perseguir la belleza. Su casa milanesa es el mejor ejemplo de su estilo.
SU ABUELA SOLÍA decirle que para ser feliz había que vivir escondido. Y parece que Stephan Janson ha seguido ese consejo al pie de la letra. Su atelier milanés, en la calle de Carlo Goldoni, queda oculto en un patio tras la vegetación. Una placa minúscula con su nombre da acceso a un hall, decorado con una colorista colección de mariposas del mundo. La que antaño fue una pequeña fábrica de bicicletas, en un barrio popular de casas de cuatro alturas, un paisaje muy diferente al de los grandes escaparates de la moda milanesa, acoge su taller, muestrario de colecciones, tienda y fábrica de prototipos. A los 60 años, este diseñador, nacido en el sur de Francia, que ha trabajado para Kenzo, Pucci, Loro Piana y Diane von Furstenberg, se mantiene como una rara avis. Hace tres décadas decidió crear su propia línea. Pero enseguida optó por alejarse de los vaivenes de la moda y sus dictados. Lo más bonito que un crítico ha escrito de sus vestidos a lo largo de su carrera fue que “parecían cosidos al viento”. Sin embargo, dejó de lado los desfiles en las pasarelas de moda donde había sido aclamado por su singular estilo y decidió no invertir un euro en costosas campañas de publicidad. Su ropa se vende casi exclusivamente en su atelier y en un reducido puñado de tiendas, distribuidas entre París, Londres o Nueva York. Y ahora prepara una línea online, aunque no está del todo convencido de las virtudes de Internet para estos asuntos. Le espanta el tema de las devoluciones por correo.
“Cada generación tiene su propio estilo. Ahora mandan los logos y las etiquetas. Falta belleza”
AJENO A las tendencias que marcan las temporadas, diseña dos colecciones al año. “Después de tantos años, creo que ya poseo un estilo propio. Sinceramente, reconozco que trabajo siempre sobre las mismas prendas pero con mi visión. No me interesan las revoluciones, solo busco la evolución”, cuenta en su taller. Su clientas, mujeres maduras de la burguesía ilustrada, saben dónde encontrarlo. Con ellas empieza ya a iniciarse en el arte de vestir una nueva generación, la de sus hijas.
Delgado y discreto, Janson viste de gris, con jersey, camisa y pantalón firmados por él, pero su ropa masculina solo se vende en Japón. Define su trabajo como algo tan etéreo como embellecer a la gente. “Esta profesión no consiste únicamente en diseñar un abrigo. Mis clientas buscan el placer de las cosas. Por suerte, cuando vienen a verme no necesitan nada, su armario está repleto, pero entre ellas y yo funciona cierta complicidad. En ocasiones, cuando entran al probador y se colocan la prenda elegida, escucho como un gemido, algo así como un uuhmm. Ahí sé que ha funcionado”. Le costó años encontrar esa conexión femenina. Diane von Furstenberg (“una mujer muy muy mujer”) le ayudó a entender lo que en el fondo buscaban las señoras con la ropa. Antes de conocerla pensaba que bastaba con seleccionar buenos tejidos en colores atractivos y un diseño original, pero ella le transmitió ese “fluido de confianza del que antes carecía”.
En burros o colgados de las blancas paredes se exhibe su colección otoño invierno: siluetas marcadas, prendas cómodas, camisas y pantalones anchos, confeccionados con exquisitos tejidos, en rojos, beis, verde o negro. En vestidos o faldas se distingue lo que denomina su prenda fetiche, una especie de pañuelo recogido con un nudo que no falta en ninguna de sus colecciones. No hay excentricidad. Nada remite a disfraz. Todo parece ponible. En un altillo, hilvanados o pendientes de remates, algunos vestidos de novia que realiza exclusivamente por encargo, prendas únicas que recuerdan la alta costura y que se adaptan al cuerpo de la contrayente como si fueran su retrato. Su estilo recuerda ligeramente en algunas formas al de la diseñadora Sybilla, buena amiga suya. Se ríe al recordar que en una ocasión, tras una larga lucha de tres días tratando de bocetar el diseño de un vestido que no conseguía rematar, salió a la calle desesperado a pasear y, tras mucho caminar, encontró lo que buscaba en un escaparate. Intrigado, pasó al interior y descubrió que estaba firmado por Sybilla. La llamó para contárselo inmediatamente y ella a su vez le explicó que esa misma noche había soñado con uno de sus vestidos de seda.
“Trabajo siempre con las mismas prendas pero con mi visión. No creo en las revoluciones”
JANSON CUENTA que tuvo claro desde que era un niño de ocho años lo que quería ser de mayor: couturier. Desechó la idea de ser bombero tras provocar un fuego que a punto estuvo de incendiar la casa antes de que pudiera extinguirlo; luego probó como pastelero, movido por su afición por los dulces, pero todo quedó en segundo plano cuando descubrió una revista de moda de su abuela. En la portada brillaba con luz propia un vestido de Yves Saint Laurent de la colección de 1965. Aquello llamó poderosamente su atención. Nunca se había planteado seriamente de dónde salía la ropa que se vendía en las tiendas de su pueblo. En el sur de Francia, donde creció feliz como hijo único, rodeado de naturaleza, esa profesión iba acompañada del estigma de afeminado o maricón. Su padre arqueó una ceja sorprendido cuando se lo comunicó, pero no hubo un drama al respecto. Llegó la Navidad y con ella la máquina de coser que había pedido como regalo. El divorcio de sus padres provocó que se mudara a París con su madre. Se adaptó sin problema al nuevo ambiente del liceo. Disciplinado y buen estudiante, aprendía sin esfuerzo. Gracias a la profesión de su padrastro, un hombre relacionado con el mundo del espectáculo y de los negocios, visitaba con frecuencia el Casino de París. Allí conoció a una bailarina (“mi vida siempre ha estado marcada por los encuentros”) que lucía ropa diseñaba por Saint Laurent, en aquel momento en el auge de su carrera. Cuando le contó lo mucho que lo admiraba y sus aspiraciones como modista, ella le aseguró que podía presentárselo, puesto que tanto el modista como su amante y creador, el todo poderoso Pierre Bergé, eran clientes del local.
LA MAÑANA del encuentro, Saint Laurent, un tímido feroz, casi no reparó en aquel joven de apenas 15 años. Fue Bergé quien, curioso por el acento del muchacho, nacido en un pueblo cerca de Aviñón, le dio algo de conversación. Le hizo gracia que aquel mico tuviera tan claro lo que quería ser de mayor y lo invitó a uno de los desfiles. Janson consiguió el permiso de su madre para faltar a la escuela y quedó fascinado por el espectáculo de la alta costura parisiense. “Comprendí que estaba en el buen camino. Yo quería esa magia para mí”, recuerda. Yves y Bergé lo medio adoptaron, fue idea suya que se matriculara en la escuela parisiense de moda de San Roque, un centro clásico frente a las academias como Saint Martins, donde se formaban los nuevos cachorros de la moda. “Fue un aburrimiento, pero aprendí bien la técnica. Siempre he cortado bien y cosido regular”. Empezó a fumar tabaco mentolado y coqueteó con las drogas duras, quería ser como su ídolo. “Los años setenta del siglo pasado fueron una locura, una década prodigiosa en la que cayeron muchas cadenas y un momento de gran creación, no solo en el universo de la moda; también en el arte y la música surgieron grandes artistas. Fue una década de cambios; luego llegaron los ochenta y todo empezó a uniformarse. Cada generación tiene su estilo, ahora veo que mandan las etiquetas y los logos. Hay poco ingenio y falta belleza”.
Otro de esos encuentros que marcaron su vida o la dirigieron en un sentido tuvo lugar en una discoteca de Saint Tropez, donde estaba veraneando. Le presentaron a una modelo y a través de ella conoció a Kenzo. Inmediatamente entró a formar parte de su taller. “Para mí fue algo natural integrarme en aquel equipo, conocía muy bien su trabajo. Con él descubrí la libertad para crear. Nada estaba establecido, todo podía modificarse”, añade. “Fue una sensación parecida a cuando me fichó Loro Piana o Emilio Pucci, cuya ropa me resultaba muy familiar porque la usaba mi madre. Creo que su genio como creador quedó, en parte, oculto por la fuerza de sus estampados geométricos”.
“Diane von Furstenberg me ayudó
a entender lo que buscan las mujeres”
Otro de esos encuentros felices sucedió en Venecia. La diseñadora Diane von Furstenberg, famosa por sus vestidos cruzados, se lo llevó a Nueva York. Los años ochenta declinaban. París empezaba a perder protagonismo como cuna de la alta costura. El negocio estaba en el prêt-à-porter y los business se hacían al otro lado del Atlántico. “Más que la creación, mandaba el negocio. Allí, entre otras cosas, me empapé de la técnica del comercio”. En 1989 abrió su primera tienda en la Quinta Avenida y “empecé a diseñar ropa para Marisa Berenson, Bianca Jagger y ¡Aretha Franklin! Fue una época maravillosa, pero nunca me ha gustado hacer vida de rico, siempre he preferido viajar y leer a mi aire”. Eso y que se enamoró locamente de Umberto Pasti, paisajista italiano con el que todavía sigue unido sentimentalmente después de 34 años. Juntos emprendieron un año sabático alrededor del mundo que acabó en Milán, la ciudad de la que procedía su amante. Por primera vez en su carrera, se encontró con que tenía que buscar un trabajo. Nunca lo había necesitado, siempre había saltado de uno a otro sin interrupción. El encuentro llegó, esa vez por vía telefónica. Al otro lado de la línea sonó la voz de su antigua jefa. “Diane sí que ha sabido reinventarse, todavía aparece en las revistas de moda como parte de ese mundo. El caso es que entonces me ofreció quedarme con su licencia italiana”.
Le costó asumir que la ropa llevara su nombre. De hecho, todavía cuesta descifrarlo en las etiquetas, cosidas a la ropa pero escrito para ser leído en vertical. Y aquí sigue después de tres décadas en su luminoso taller de bicicletas. Tiene 10 empleados y un nuevo colaborador, Mike, un joven de veintipocos años que sueña con la moda como lo hizo Janson en su juventud y que pone a las prendas el “toque” justo para que les guste a las hijas de sus clientas más maduras.
JANSON LLEGA el primero al taller y apaga la luz el último, cada día. Regresa casi de noche a su apartamento, en el elegante y céntrico barrio de Brera, uno de los centros del diseño milanés. En la casa no caben más libros ni más cuadros, ni tapices, ni mosaicos, ni antigüedades. Ejerce como “editor large” de Cabana, una exquisita revista de diseño interior dirigida por Martina Mondadori. El último número (editan dos al año) reproduce en la portada un estampado de tela de Dries Van Noten, y en el interior, encartado, se incluye un cuadernito con reproducciones en acuarela de diferentes espacios de las viviendas que poseía Pierre Bergé por el mundo. La amistad entre ambos se mantuvo hasta su muerte. En Tánger eran vecinos y entre sus amigos también figura su viudo, el paisajista Madison Cox.
Saint Laurent y Pierre Bergé, a los que conoció siendo adolescente, lo apadrinaron
Ahora, convertido en ciudadano italiano (piensa y sueña en ese idioma), observa preocupado, como muchos compatriotas, la deriva de la política italiana. Siente que se repiten errores que llevaron a Europa a la catástrofe mundial, como el auge de los nacionalismos y el resurgir de los autoritarismos. Tres de sus abuelos llegaron a Francia, procedentes de Alemania y Hungría, huyendo del fascismo. “Uno de ellos se instaló en el sur de Francia y se casó con una francesa. Creo que fue una buena mezcla. Siento que soy descendiente de refugiados y no me gusta lo que está ocurriendo”. Pese al pesimismo reinante, Janson no se rinde. Ha encontrado su escondite.
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