Un ataque de melancolía
He aquí un animal. He aquí su lengua, su pico, su nariz, su ojo, su plumaje. He aquí un ejemplo de la diversidad biológica. Sin parecerse en nada a usted o a mí, ¿cómo no reconocerse un poco en este pájaro? Me tropecé con él (con su fotografía para ser exactos) en la mesa de una cafetería de Madrid en la que alguien había abandonado un ejemplar de El País Semanal. Lo abrí al azar, mientras enfriaba el té verde, y caí en esta página como el que se cae dentro de una novela absorbente desde el título. He aquí un animal, me dije. Y el simple hecho de decírmelo actuó como un acelerador químico. Mi vida entera se relativizó, mis problemas perdieron importancia. Estaba haciendo tiempo para llevar a cabo una gestión en el Ministerio de Hacienda, pero pensé: que le den a Hacienda. No puede uno meterse en un pasillo con ventanillas a los lados cuando es consciente de la existencia de las águilas. Después de todo, ¿cuánto me duraría esa conciencia? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Cuándo los afanes del día borrarían el impacto que este rostro había ejercido en mi estado de ánimo? Veinticuatro horas como mucho. Tal es el tiempo máximo que logro retener un sueño. Y esta ave parecía un sueño.
Arranqué disimuladamente la hoja, me bebí el té y pagué porque dispongo de esas habilidades (la de arrancar hojas, la de tomar té y pagar) que, comparadas con las del pájaro, me parecieron tristes. Así que mientras me dirigía al metro tuve un ataque de melancolía que, ya en las entrañas de la ciudad, se tradujo en una obsesión administrativa víctima de la cual puse rumbo al Ministerio de Hacienda.
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