Alimentos engañosos
La proliferacion de productos que dicen proteger la salud sin pruebas exige una regulación más exigente
Las estanterías de los supermercados se han llenado de alimentos que utilizan como reclamo los supuestos beneficios para la salud del propio producto o de los aditivos añadidos. El resultado es una tremenda confusión sobre las propiedades de esos alimentos y en muchos casos, una tergiversación de la información que induce al engaño. Los llamados superalimentos se presentan como una forma de proteger o mejorar la salud cuando en realidad, en la mayor parte de los casos han sido concebidos como una operación de mercadotecnia en la que se exageran los efectos beneficiosos y se omiten los problemáticos.
Es lo que ha ocurrido con uno de los últimos productos estrella, el aceite de coco, del que se destaca que adelgaza, aumenta las defensas y acelera el metabolismo, algo que no está demostrado, pero no se dice que puede obturar las arterias, pues contiene tanta o más grasa saturada que la mantequilla. Campañas parecidas han puesto de moda productos exóticos a los que se atribuyen propiedades casi milagrosas, como las semillas de chía, las bayas de açaí o de goji, la espelta o el té matcha. Añadir quinoa a un embutido, no lo hace más saludable y en cambio, puede llevar a la idea de que este producto ultraprocesado, que la OMS recomienda evitar, pasa a ser beneficioso. Pocos consumidores son conscientes de que un yogur endulzado contiene tanto azúcar como un refresco azucarado.
Estas campañas suelen tener éxito porque se aprovechan de una cultura consumista que busca maneras rápidas de conseguir salud sin esforzarse. Lo que realmente protege la salud es una dieta equilibrada y variada. Las modas, la compra compulsiva de los supuestos beneficios que figuran en los reclamos de venta no solo no la protegen, sino pueden tener un efecto contraproducente. Inducen a creer que se consumen productos saludables, cuando no lo son, y que tomando estos alimentos se pueden compensar los malos hábitos que sí dañan la salud, como el sedentarismo o una dieta desequilibrada.
Lamentablemente, se gasta mucho más dinero en publicidad para inducir percepciones engañosas que en campañas de salud pública para mejorar la educación alimentaria de la población. A la vista de los resultados, es evidente que la etiqueta que obliga a detallar los nutrientes y la composición de cada alimento no es suficiente para proteger la salud de los consumidores. Y también es evidente que la normativa comunitaria, que prohíbe la publicidad con informaciones o etiquetas “falsas, ambiguas o engañosas”, tampoco está resultado efectiva. Es preciso, en consecuencia, dedicar más fondos a mejorar la educación de los ciudadanos en materia alimentaria, mejorar los controles y revisar la normativa sobre etiquetaje y publicidad que permite que las estanterías de los supermercados se llenen de productos milagro.
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