La huella submarina de Hernán Cortés que divide México
México peina el fondo del mar en busca de los buques hundidos por el legendario extremeño. La controversia sobre su figura permanece intacta.
EN SU TELÉFONO MÓVIL, el arqueólogo Roberto Junco guarda una imagen reveladora: un mapa de calor de la bahía de Villa Rica, en el Atlántico mexicano. Sesenta kilómetros al norte del gran Puerto de Veracruz, Villa Rica es el lugar exacto donde hace 499 años, Hernán Cortés y medio millar de hombres emprendieron el camino a la mítica Tenochtitlan, capital del imperio azteca.
En el mapa de calor conviven oleadas de morado, naranja y rojo. Sobre los colores, cruces negras marcan presencias altas de metal. El arqueólogo Junco dice que aquí hundió Cortés las naves para que sus hombres tuvieran clara la imposibilidad de retirada y le siguieran hasta la capital. “Si los encontramos”, vaticina, “sería como descubrir la tumba de Tutankamón”. Junco y su equipo acaban de concluir la primera temporada de búsqueda y ya han peinado más de media bahía. Aún no puede dar demasiados detalles, pero están cerca, muy cerca, de lograrlo.
El arqueólogo Junco dice que aquí hundió Cortés las naves para que sus hombres tuvieran clara la imposibilidad de retirada y le siguieran hasta la capital
No deja de ser curioso que el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), celoso guardián del pasado en México, haya aprobado un proyecto así. Más aún, que haya subvencionado una parte. Curioso porque si hay algo que el INAH no toca es la conquista. Menos todavía la figura de Cortés. En México, el pasado es un túnel que gusanea los sedimentos de cinco siglos de sincretismo. No hay tiempo pretérito entre Moctezuma y el cura Miguel Hidalgo, prócer de la independencia.
Cortés es sin duda el personaje que mejor simboliza este silencio. Pocos saben, por ejemplo, que su nicho es un hueco en la pared de una vieja iglesia del centro de Ciudad de México. En una crónica de Jan Martínez Ahrens publicada en EL PAÍS hace tres años, el periodista escribió sobre una visita a esa iglesia. Se encontró con la secretaría del templo y le preguntó:
—¿Viene alguien a visitarla?
—No viene nadie. Aquí no hay permiso para sacar fotos ni hacer turismo. Eso nos lo tienen prohibido.
Cosa parecida ocurre con el Árbol de la Noche Triste: En 1520, el pueblo de Tenochtitlan logró una victoria parcial sobre Cortés y sus hombres, que salieron huyendo de la ciudad-laguna por la Calzada Occidente. Según la leyenda, Cortés, abrumado, paró a llorar junto a un enorme tule, de ahí el nombre de “la noche triste”. Hoy del árbol queda una enorme raíz mohosa, custodiada por varias filas de barrotes viejos, asediada por el olor a diésel de una avenida atestada de autobuses.
Y una más. Al sur de la capital, en el parque Xicoténcatl, figura la única estatua dedicada a Cortés, la Malinche y Martín (el hijo de ambos). Colocada originalmente en el centro de Coyoacán, el disgusto de los vecinos forzó su destierro. Después, la estatua de Martín desapareció. Las autoridades dijeron que la estaban restaurando, pero han pasado cinco años y no ha vuelto. Algunos dirán que fue una respuesta al gran ultraje. Xicoténcatl es hoy célebre por ser de los pocos parques de Coyoacán que permite la entrada a perros.
El arqueólogo Junco dice que hay al menos 10 barcos en el fondo de la bahía de Villa Rica. Cada vez menos metros separan a los arqueólogos del enigma. ¿Qué hará México con su pasado incómodo?
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