La guerra contra el asco
Ante un mundo que gasta un tercio de sus tierras productivas en producir carne, los insectos se posicionan como alternativa alimentaria en línea de salida.
NOS DICEN que no hay vuelta, que es así: que empecemos a pensar cuáles y cómo, porque pronto vamos a comer muchos insectos. Es que la provisión de proteínas animales ya es un problema —y lo será cada vez más. La producción de carnes mamíferas es la forma más bruta de concentración de la riqueza alimentaria: se necesitan 10 kilos de cereales —que podrían saciar a 10 familias— para que una vaca produzca un kilo de su carne —que alimentará a una. Durante milenios la carne solo fue posible porque muy pocos la comían; ahora, cuando más y más pueden pagarla, el mundo está desbordado, gasta recursos que no tiene —un tercio de sus tierras productivas— en fabricarla.
El mecanismo no puede durar, el planeta no alcanza. Entonces, mientras termina de ponerse a punto la carne producida en laboratorio por clonación de células, parece que los insectos proveerán esas proteínas. Hay que empezar a acostumbrarse, dicen, y hay millones de dientes que rechinan. No deberían, pero la idea no termina de prender. Ya hace cuatro años que tres holandeses encabezados por el antropólogo Arnold van Huis, el mayor propagandista de los bichos, publicaron The Insect Cookbook: Food for a Sustainable Planet y salieron artículos y expertos se reunieron y muchos anunciaron la buena nueva pero ¿quién de ustedes ha comido un insecto últimamente?
Mientras termina de ponerse a punto la carne producida en laboratorio por clonación de células, parece que los insectos proveerán esas proteínas
(Aunque la palabra insectos resulte engañosa: no decimos que comemos mamíferos, sí que comemos vaca —algunos—, cerdo —otros—, oveja —casi todos—, perro —casi nadie—, caballo —cada vez menos— pero no comemos elefante, canguro, rata ni personas, en principio. En cambio la idea de “comer insectos” remite tanto a la langosta como a la cucaracha o a la avispa y se hace —para muchos— repugnante).
Se diría que comer o no comer ciertos animales depende de dar con la distancia justa. No comemos los que queremos por cercanos, los que tememos por lejanos; comemos lo que está ahí, disponible pero sin relación, inscripto en una tradición, conocido: esos mamíferos, los tres o cuatro pájaros. Un insecto, en cambio, está en lo oscuro, en los rincones apartados, la inquietud. Un insecto suena sucio o amenazador: o contamina o duele. Un insecto, en principio, da asco —y ahora tenemos que aprender que nos conviene.
Todo consiste en cambiarles la imagen: volverlos cool, apetecibles. Pero los insectos no tienen lobby industrial; sólo algunas oenegés y académicos bienintencionados y chefs culposos y startuperos entusiastas. Que chocarán contra la resistencia de los poderosos fabricantes de carne de mamífero, dispuestos a todo, como siempre, para mantener sus privilegios, sus negocios.
Se avecina una batalla cultural extraordinaria. Los carniceros usarán todas las armas. No me extrañaría que empezaran a llover, por ejemplo, sesudas tesis sobre los daños causados por el consumo de Alphitobius diaperinus —o gusano del búfalo— en el duodeno toponímico. O que Hollywood se pusiera a producir películas tremendas en que enormes insectos invaden y destrozan. O que los periodistas que nunca faltan contasen con medios y detalles las insaciables epidemias causadas por abejas nutritivas en Borneo. Todo sea para el asco, el miedo, los prejuicios.
Será, en definitiva, una batalla épica entre nuestros terrores más atávicos y nuestras necesidades más actuales: será para comprar palomitas y sentarse a mirarlo. O, mejor, para participar: será una lucha entre los que pretenden conservar todo para unos pocos y los que quieren que muchos más tengan alguito. Así, la guerra contra el asco será, cuando se lance, otra batalla de la gran guerra contra el hambre.
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