El museo como nuevo templo de la modernidad
A veces los visitamos por puro enriquecimiento cultural. Otras porque no queremos perdernos la exposición de moda y, de paso, hacernos el ‘selfie’ correspondiente. En ocasiones buscamos experimentar sensaciones nuevas. Pero cuidado con el arte, puede despertar en nosotros emociones que creíamos escondidas.
QUÉ ES LO primero que suele ver cuando visita una ciudad? Seguro que ir a un museo. Empaparse de la cultura local del lugar donde se encuentra. Adentrarse en la historia de un país a través de sus cuadros, sus esculturas. El visitante del museo de arte clásico busca principalmente un enriquecimiento cultural. El de arte contemporáneo espera tener experiencias afectivas que incluyen un amplio espectro de emociones que van del placer estético, el asombro y la sorpresa, hasta la ansiedad. O al menos eso comprobaron Stefano Mastandrea y sus colegas de la Universidad de Roma cuando compararon la experiencia de 500 visitantes a dos galerías distintas: el Museo Borghese (clásico) y la colección de arte contemporáneo de Peggy Guggenheim en Venecia. Sean del tipo que sean, lo que está claro es que los museos se han convertido en templos de la modernidad. En esta época tan convulsa —en la que nuestra relación con el tiempo y el espacio se ha visto seriamente alterada—, meterse en una pinacoteca nos conecta con nuestra propia interioridad y la de otras personas. Se trata de un espacio para la ensoñación. Las salas condensan miles de historias, escenas, situaciones. Nos transmiten el legado de nuestra especie.
Miles de visitantes hacían cola en la National Portrait Gallery de Washington para ver unos retratos del matrimonio Obama
Muchos de los sitios que frecuentamos hoy día se caracterizan por lo que el antropólogo Marc Augé llama “los no lugares” o “espacios del anonimato”, como las estaciones de tren, las autopistas o los centros comerciales. Frente a esto, el museo es lo más parecido a un santuario, un rincón de contemplación donde se puede vivir una experiencia espiritual. Gran parte de lo que sentimos en presencia del arte se nos escapa de la consciencia. Quizá ahí radica una de sus paradojas fundamentales: que, por un lado, nos vemos habitados por sentimientos y experiencias predominantemente inconscientes que con el tiempo se transforman y logramos darles sentido. Para el psicoanalista Jacques Lacan, la pintura hace un poco de espejo, es un objeto que nos engancha, que está cargado de sentido. Algunos cuadros se nos quedan grabados para siempre. Son como los sueños recurrentes que nos toman por sorpresa y que luego no podemos olvidar porque están cargados de vivencias personales. Son capaces de suscitar sentimientos que creíamos haber superado. Su potencial terapéutico no implica que se haya convertido en una clínica, ni que la visita a una galería sea una especie de sesión de terapia, aunque el trabajo de ciertos artistas puede llegar a tener este efecto.
Los museos de arte contemporáneo reciben un mosaico heterogéneo de visitantes: desde el estudiante de colegio hasta el adulto que busca otras formas de aprendizaje. Vivimos en una sociedad que quiere experimentarlo todo. El visitante espera de las salas modernas un nuevo lenguaje, otra forma de acercarse a la cultura. Ya no se trata solamente de objetos inanimados. El arte también representa a nuestros héroes. Hace poco, miles de personas hacían una larga cola para ver de cerca (y apenas un instante) los retratos de Barack y Michelle Obama expuestos en la National Portrait Gallery de Washington. Los museos, asimismo, se han convertido en un escaparate multimedia que nos acerca a los iconos de la cultura popular y que sirve de escenario en el que reivindicar causas sociales. La cantante Beyoncé y el rapero Jay-Z —una de las parejas más influyentes del mundo de la música— han grabado su último videoclip en el Louvre de París. Los artistas posan con La Gioconda entre otras obras del canon del arte occidental y dan expresión en las salas del museo a una cultura y una identidad que a lo largo de la historia habían sido excluidas y subyugadas. En pocos instantes el evento forma parte del imaginario de millones de espectadores.
En algunas ocasiones las propias obras de arte han pasado a ocupar un lugar secundario y lo que prevalece es la experiencia estética a través de las redes sociales. Ya saben: para muchos no hay nada más cool que hacerse un selfie en una gran pinacoteca. Los nuevos públicos, según el filósofo Néstor García Canclini, van a visitar los museos no para ver obras excepcionales o aprender una lección, sino por la curiosidad que les suscita un programa de televisión, o bien llegan por primera vez al Louvre rastreando los pasos de Beyoncé y Jay-Z o por haber leído El código da Vinci. A final de cuentas, nuestra motivación obedece a razones muy personales.
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