Que cada palo aguante sus huesos
Trasládese, con mimo exquisito, el ataúd del dictador hasta el domicilio de la duquesa de Franco. Que ellos le entierren. O le avienten. Seamos generosos y regalemos a la Iglesia, que tanto quiso al Generalísimo, el Valle de los Caídos
Ha estado recluido algún tiempo José K. —¡tan añoso!— en su chiribitil, a la espera de que algún amanecer abriera puertas y ventanas. Hoy ya puede salir a la luz, si bien ha preferido hacerlo con gafas oscuras y sombrero mexicano, ambas cosas para evitar el deslumbramiento tras abandonar la oscura cueva, pero este último aderezo, además, como homenaje a Andrés Manuel López Obrador, ándele compadre, a ver hasta dónde llegamos. ¡Cuánta novedad contemplan sus cansados y deslumbrados ojos, desde un mocetón en lugar de un registrador de la propiedad, a un líder o una lideresa más bien jovenzano en la derecha, y mujeres, muchas mujeres donde antes había adustos señores de traje y corbata! Aplaude y sonríe José K. ante las venturosas novedades, que el futuro parece así más halagüeño.
Mustias las carnes, y algo herrumbrosas las articulaciones, se dispone nuestro hombre a afrontar de buena hora la segunda de sus sorpresas. Escucha en conversaciones dispersas en su cafetín de siempre, mientras desayuna su café cortado acompañado de un único churro —el colesterol y las cuentas aprietan— que de nuevo se habla con pasión de algo tan insólito como Francisco Franco y el Valle de los Caídos. Sabe que apenas si son, persona y piedras, meras referencias históricas para muchos conciudadanos, ajenos ya a aquella mugre, pero para José K. aún es carne de su carne, dolor de su dolor, sufrimiento de su sufrimiento, tantos años perdidos en aquella devastadora dictadura.
Ábrase la losa de 1.500 kilos de piedra blanca de Alpedrete, grabada en 1959
Echa nuestro hombre la vista atrás, fácil ejercicio, como siempre, que mirar al futuro le cuesta demasiado, y recuerda muy bien aquel 23 de noviembre de 1975 y cómo lucía, bajo el helador frío de la sierra, la gran explanada de Cuelgamuros de 30.600 metros cuadrados en mitad de la sierra de Guadarrama, cicatriz fea y sangrante entre aquel rico conjunto de coníferas, robles y olmos, todo sazonado con el aroma del romero y el tomillo. Allí se mezclaban, enfervorizados por el rito de la muerte, falangistas, tradicionalistas, alféreces provisionales, caballeros legionarios, hermandades de combatientes, caballeros mutilados, viriatos y pides portugueses, guardias de hierro rumanos, croatas, fascistas italianos. Había camisas azules, negras, pardas con boinas y gorras de variada forma y distinto color. Condecoraciones mussolinianas, hitlerianas, salazaristas, franquistas. Toda la infamia allí reunida. Se oía el Cara al Sol, Yo tenía un camarada y hasta El novio de la muerte, grosero himno que tanto gustaba a los ministros de Rajoy. Dentro, autoridades y lloros. Fuera, champán y esperanza.
¿Alborotan hoy los deudos y añorantes del ridículo Centinela de Occidente porque se pretende trasladar sus restos? Desoigamos las jeremiadas de estos coros y danzas y procedamos con precisión quirúrgica. Verán qué fácil: ábrase la losa de 1.500 kilos de piedra blanca de Alpedrete, grabada en 1959 —una cruz esquemática y un sobrio Francisco Franco— por los reconocidos canteros hermanos Estévez, conservada desde entonces en un viejo almacén de la misma población y gemela de la que ya realizaron para José Antonio Primo de Rivera, enterrado unos metros más allá. Una vez movida la losa con los rodillos pertinentes, se rompe una tabica interior, se sacan los restos del féretro —puro hueserío— y se trasladan a otro nuevo. Hágase la operación con mimo, no se nos vaya a quedar alguna falange —precisamente una falange— escondida en algún recoveco. Y a partir de ahí, sencillo. Un transportista de confianza, seguro que falso autónomo, depositará entre reparto y reparto de Amazon el nuevo ataúd en la puerta de la duquesa de Franco, tan reciente ha sido su herencia nobiliaria que la dirección debe estar a mano o, si se prefiere, a la de Francis Franco, uno de los nietísimos, condenado —ya ven cómo es la historia— a 30 meses de prisión. Encontrarán su domicilio sin dificultades en la ficha policial. Sean educados, por favor, y dejen el ataúd en el suelo con sumo cuidado. ¿Envuelto en la rojigualda? Sea. ¿La del pollo? La del pollo, que no les falte de nada. Y que la ilustre descendencia del gran hombre, tras decidirlo en cuchipanda campestre, haga lo que le dé la gana con sus restos. Que los sepulten. O los avienten. Allá.
Bien. Y ahora, alejado convenientemente el caimán, ¿qué hacemos con aquel pétreo, descomunal e infame esperpento del Valle de los Caídos? Quieren los biempensantes, desde el Gobierno socialista a Baltasar Garzón, que se cree un Centro de la Memoria donde se honre, en paz y armonía, pelillos a la mar, que todos somos buenos, a los caídos de uno y otro bando. Hay más opciones, una vez reasentados en otro lugar menos indigno los restos de los 33.832 caídos en la guerra incivil, arrumbados y maltratados en sucios columbarios, producto de la incuria de unos ineptos guardianes. Entre las propuestas bien articuladas, la del sabio historiador Santos Juliá: “Nunca lucirá más hermoso que en sus ruinas el Valle de los Caídos”. Y hay quien opta, evitemos las demoras, por conseguirlo a base de dinamita. ¡Bum! No será José K. quien reniegue de esta imaginativa solución, porque ya hace años que pidió en público que se hiciera lo propio con la catedral de la Almudena, ese infame adefesio.
Que la Iglesia cuide las infames piedras. Nada de aquello queremos los demócratas
Pero nuestro hombre, reflexivo y generoso como es, ofrece de gratis otra alternativa: ¿no gustaba tanto a la Santa Madre Iglesia aquel régimen de odio y terror, al que llamaron —qué vergüenza— la Cruzada? ¿No homenajeaban sus obispos y cardenales brazo en alto, gozosos y felices, al pequeño tirano de sonrisa beatífica? ¿Acaso no le hacían entrar bajo palio —santo, santo, santo— en iglesias y catedrales? ¿No dieron sus curas la última bendición a los fusilamientos en las tapias, al enterramiento en las cunetas, a los muertos en las cárceles o, incluso, en la construcción del faraónico proyecto que ahora comentamos? Pues regálese a la Iglesia, en justo pago, aquella voluminosa deformidad para que gestione sus 1.365 hectáreas, su monstruosa cruz de 150 metros, 181.720 toneladas de peso, su tétrica basílica, sus estatuas colosales que se están cayendo a pedazos, su herrumbroso funicular. Capillas y altares, vidrieras, mármoles, hachones y hasta sus colosales arcángeles: todo, absolutamente todo para que la Iglesia lo cuide y enluzca, eso sí, con sus dineros. Organicen procesiones, romerías, novenas, misas solemnes. Lo que gusten, que aquellas infames piedras son suyas. ¡Loor al franquismo, al que tanto amaron! Nada de aquello, ni el recuerdo, queremos los demócratas.
“Su temperamento ya no va a cambiar: es demasiado viejo. Su temperamento ya está cuajado, es inamovible. Primero el cráneo, luego el temperamento: las dos partes más duras del cuerpo”, dejó escrito J. M. Coetzee.
José K., ceñudo ante el espejo, asiente: como el pedernal.
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