Los cocineros del Infierno
La descivilización, si las conciencias están de vacaciones, es contagiosa. Lo que está pasando en Europa no es ninguna broma ni una peste efímera.
SUPERVIVIENTE DEL Holocausto, deportada con su familia en Auschwitz cuando era una muchacha, Simone Veil convirtió el dolor en estiércol para cosechar esperanza. Y fue una cosecha memorable. Los campos de Europa tenían que dejar de oler a pólvora, a gas mostaza, a fosgeno, a Zyklon B. Dejar de oler al gas más venenoso: el odio. Con lo bien que se dan las cerezas o las fresas salvajes. Cuando alguien se lleva una cereza a la boca, se paraliza automáticamente la producción interna de odio.
No sobreviviréis, y de sobrevivir, nadie os creerá. Eso decían los verdugos. Simone Veil no sólo consiguió vencer al olvido con la justicia, que es la forma efectiva de vencer a la muerte, sino que también fue una curandera del alma quemada de Europa. El pasado 1 de julio, Simone Veil entró en el Panteón francés. Los verdaderos restos de Veil son la memoria. Una memoria muy activa para estos tiempos. La de una mujer antifascista, demócrata, europeísta y feminista.
La descivilización, si las conciencias están de vacaciones, es muy contagiosa. La buena gente ríe sus bravatas y sus chistes soeces
Es una memoria que envía telegramas desde el pasado, pero tiemblan en la mano. Están escritos antes y ahora, en un presente recordado. Este primer domingo de julio, cuando le rendían honores, llegaba uno desde Marsella, fechado en 1940, en una época dominada por “todo el rumor de los estúpidos, toda la orgullosa bajeza del tiempo”, y donde describía la atmósfera “lúgubre” de la ciudad portuaria “a causa de los postulantes de visados que se encontraban bloqueados como moscas en el fondo de una botella”. Y ese domingo, no de 1940, sino de 2018, llegaban noticias de naufragios de refugiados en el Mediterráneo, de bebés muertos, de amenazas y obstáculos a los barcos de ayuda humanitaria, mientras en gran parte de las cancillerías europeas “todo el rumor de los estúpidos” se concentraba en la minuciosa tarea de diseñar “centros de internamiento”, teniendo como probable referente arquitectónico la imagen de moscas bloqueadas en el fondo de una botella.
Hay otro largo y oportuno telegrama en forma de libro para sacudirnos con el presente recordado. Se trata de El orden del día, de Éric Vuillard. En Francia fue premio Goncourt 2017, el de mayor prestigio literario. Es una novela que galopa la historia agarrada a las crines, sin silla de montar, que no contemporiza, no se despista, no nos acomoda con el conocido estupefaciente “ni fu ni fa”, de amplio surtido en España. Arranca con el encuentro de los 24 grandes “caballeros” de la industria alemana reuniéndose con Göring y Hitler antes de las elecciones de marzo de 1933. “Ahora, caballeros, ¡a pasar por caja!”. Encantados. Y lord Halifax, después del bombardeo de Gernika por la Legión Cóndor, de viaje de incógnito a Alemania, invitado a cazar en noviembre por el tarado de Göring. Días previos a la ocupación de Austria y Checoslovaquia. El lord, feliz: “No me cabe duda de que esas personas odian de verdad a los comunistas”. Y después de la anexión de Austria, las fotos de las multitudes sonrientes. Prohibidas las noticias de suicidios, esa resistencia. Las compañías de gas cortan el suministro a los judíos. Demasiado gasto. Dejan la factura sin pagar. El orden del día debería estar impreso en colores para ver los rostros de la vergüenza, la desfachatez, la baba aristocrática rindiendo cortesía a los más violentos groseros de la historia, a los carniceros de la Cocina del Infierno. Es una gran novela del presente recordado: gracias, Éric Vuillard, porque me ha permitido vomitar.
Cuando creen encontrarse entre la espada y la pared, algunos de los que presentaban como máximos defensores de la civilización, recuerda Oliver Nachtwey, autor de La sociedad del descenso, se transforman en sus máximos destructores: “Se convierten fácilmente en bárbaros”. La descivilización, si las conciencias están de vacaciones, es muy contagiosa. La buena gente ríe sus bravatas y sus chistes soeces. Lo que está pasando en Europa no es ninguna broma ni una peste efímera. En Italia, en la última gran concentración de la Liga, los componentes de una familia entera, jóvenes y mayores, posaban sonrientes y uniformados con la camiseta oficial en la que figura el rostro de Matteo Salvini y su más jaleada frase: “Se acabaron los buenos tiempos”. Salvini es un caradura con rango de ministro del Interior y su frase es una desgraciada burla contra los inmigrantes. Lo más preocupante son esas familias, tal vez buenos vecinos, campeones en arbolitos de Navidad. No son conscientes de que esa consigna es un autorretrato. De que contiene una verdad general. Si los Salvinis y compañía se salen con la suya, toda Europa va a vivir unos malditos “buenos tiempos”.
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