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Tribuna
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La paradoja de Obi-Wan

El autor reflexiona sobre la importancia de tener un Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades

DIEGO MOÑUX
El ministro de Ciencia, Pedro Duque.
El ministro de Ciencia, Pedro Duque.EUROPA PRESS (Europa Press)

La profesión del nuevo ministro de Ciencia ha dado lugar, en los primeros días de su mandato, a simpáticas referencias espaciales. Yo usaré una cinematográfica que, más que humor, encierra uno de los mayores retos a los que se enfrenta el ministro. En la primera película de la saga Star Wars, al comienzo de su duelo definitivo, Obi-Wan Kenobi le dice Darth Vader: “Si me eliminas, me volveré más poderoso de lo que puedas imaginar”. Algo parecido le ocurre al Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades: su verdadero poder vendría, paradójicamente, de su paso a un segundo plano; su desafío es ser tan poderoso como para dejar de ser protagonista. Veamos.

La creación de un Ministerio de Ciencia e Innovación solo puede ser recibida con alegría. Que el departamento incorpore además las universidades, articulando las competencias propias del triángulo de conocimiento educación-investigación- empresa, es aún más positivo. Tener a la política de I+D+i sentada en el consejo de ministros en Moncloa, y a un ministro asistiendo al Consejo de Competitividad en Bruselas, es siempre una buena noticia. Que la cartera recaiga además en un profesional prestigioso y mediático, capaz de atraer los focos y de proyectar su mensaje a la opinión pública, convierte la noticia en un acontecimiento, y como tal ha sido recibido.

Tener a la política de I+D+i sentada en el consejo de ministros en Moncloa, y a un ministro asistiendo al Consejo de Competitividad en Bruselas es siempre una buena noticia

Es comprensible, claro, que haya también escepticismo. Los críticos recuerdan las dificultades que comporta la creación un ministerio y el reto de hacerlo eficiente en el marco de una legislatura corta. Los funcionarios del ministerio y de sus organismos adscritos asisten, en sus despachos y laboratorios, a la vuelta de un departamento que ha sido montado y desmontado tres veces desde 2000 —con sus cambios de logos y sedes — y se preguntan si esta vez será la definitiva. Es ya casi una fatalidad. En menos de 20 años la arquitectura institucional de la ciencia en la Administración del Estado ha cambiado seis veces, algo inimaginable en los países de nuestro entorno y que apunta al verdadero problema de fondo: la dificultad para encontrar un diseño político y administrativo que incorpore los tres ingredientes de éxito de la política de ciencia e innovación. El primero, el liderazgo político para impulsar las reformas que el sistema necesita. El segundo, la continuidad en las apuestas para que éstas tengan el impacto esperado. Y por último, el equilibrio entre las funciones del ministerio —representación, decisión, negociación política— y las de sus agencias y organismos de investigación —diseño y gestión de instrumentos, ejecución eficiente de programas—.

En el repaso a los deberes urgentes que se están poniendo al nuevo ministro destacan algunos que están en el corazón de este necesario equilibrio: la reducción de la carga burocrática que afecta a universidades y organismos públicos de investigación, la mejora en la ejecución presupuestaria y la consolidación y refuerzo de las dos grandes agencias de financiación reconocidas por la Ley de la Ciencia de 2011 —la Agencia Estatal de Investigación (AEI) y el CDTI—. Y es que, mirados en detalle, estos retos tienen las dos dimensiones: la del liderazgo y la negociación política, por un lado, y la de la gestión autónoma y eficiente, por otro.

Es imprescindible el liderazgo para devolver la ilusión a miles de investigadores que atraviesan una etapa de recortes y dificultades, y es clave la negociación, con Hacienda y el resto del Gobierno, para lograr unas mejores condiciones para ejercer la investigación en España —como antesala de un mejor presupuesto para 2019 que habrá que negociar, sin duda, con todo el arco parlamentario—. Pero es igualmente importante que las agencias puedan desarrollar con autonomía instrumentos avanzados de apoyo a la I+D+i y que los puedan gestionar con eficacia. Lo primero exige contar con peso político en el Ejecutivo, comenzando por el rango ministerial, pero lo segundo también lo requiere, aunque solo sea para otorgar después ese poder a los gestores del plan Estatal de I+D+i —casi todos concentrados en el nuevo Ministerio: la AEI, el CDTI y el Instituto de Salud Carlos III (ISCIII)— y a los organismos de investigación, comenzando por el CSIC, que arrastran estructuras y prácticas de gestión menos eficientes que las de sus homólogos internacionales.

Esta es la paradoja de Obi-Wan: queremos que la AEI y el ISCIII tengan los recursos, la independencia y la flexibilidad de las mejores agencias europeas, y queremos que el CDTI vaya más allá de la financiación empresarial apostando por nuevos enfoques —innovación abierta, sandbox, innovación en el sector público—. Y para todo ello necesitamos un ministerio, claro, pero con el suficiente poder para que, ganadas las batallas oportunas, pueda ceder después el protagonismo.

En menos de 20 años la arquitectura institucional de la ciencia en la Administración del Estado ha cambiado seis veces, algo inimaginable en los países de nuestro entorno y que apunta al verdadero problema de fondo: la dificultad para encontrar un diseño político y administrativo que incorpore los tres ingredientes de éxito de la política de ciencia e innovación

La paradoja de Obi-Wan tiene también otra lectura, tan relevante como la anterior, pero quizá menos visible para la comunidad científica y universitaria. La innovación es cada vez más un asunto complejo y compartido, que no entiende de carteras ministeriales. De modo que una parte crucial del mandato de un ministro de innovación queda, curiosamente, fuera del perímetro de acción de su departamento. En términos competenciales y socioeconómicos, el partido de la innovación se juega en otros terrenos, en ámbitos que representan muchos puntos del PIB y afectan a pilares clave de nuestro bienestar. La transición energética pasa por las tecnologías renovables, el futuro del mundo rural por las oportunidades que la bioeconomía ofrece a la agricultura o la pesca, la sostenibilidad de la sanidad va de la mano de la innovación biomédica y asistencial, la competitividad de la industria y el turismo pasan por la revolución digital —de la inteligencia artificial a la ciberseguridad—, la vida en las grandes ciudades por el despliegue servicios públicos más inteligentes y ambientalmente sostenibles.

Podríamos seguir con la lista hasta apelar a todos los ministerios y todas las administraciones del Estado. Y es que, en los últimos años, estos retos públicos vienen ganando importancia en la definición de la agenda de I+D+i hasta el punto de formularse en términos de misiones, un término de moda en Bruselas e inspirado en la carrera espacial que, sin duda, apela al nuevo ministro. Misiones para las que no cuenta solo con sus fondos de apoyo a la I+D+i, como se podría pensar en un principio, sino sobre todo —y aquí reside su importancia— con la capacidad de liderar el debate social, de alinear a responsables públicos y privados para movilizar otros fondos, de propiciar una contratación pública favorable a la innovación y de abogar por una regulación más inteligente.

Se trata, de alguna manera, de convertir a todos los ministerios—de Agricultura a Sanidad, pasando por Fomento y Transición Ecológica— en verdaderos ministerios de innovación. Ese podría ser su mejor legado y su mayor muestra de poder. Fundirse como Obi-Wan con la Fuerza y desaparecer, en un futuro muy, muy lejano, dejando a todo el Gobierno comprometido con un país de innovación.

Diego Moñux es socio director y fundador de Science & Innovation Link Office (SILO)

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