He aquí la prueba
LO QUE OBSERVA, fascinado, el visitante del Museo de Londres parece un coprolito, pero se trata de un fatberg, término que resulta de la suma de fat (grasa) y de berg (montaña), acuñado en el mundo anglosajón para denominar la mezcla de toallitas higiénicas, compresas, condones o pañales que van a parar a las alcantarillas y que, al no descomponerse, forman masas gigantescas de materia oscura en cuyas entretelas quedan atrapados, igual que en una red, restos orgánicos tales como nuestros propios cabellos, nuestra caca (o la de nuestro gato), la albóndiga a medio comer, la hamburguesa mordisqueada, el yogur caducado, la croqueta pasada, el mejillón podrido… Toda la porquería que usted sea capaz de imaginar, y que se cuela inocentemente por los sumideros de nuestras viviendas, al encontrarse en las profundidades, se convierte en un ente terrorífico del tamaño de una ballena. Lo que aquí se aprecia es un pedazo de uno de esos cuerpos monstruosos que obstruyó en su día las alcantarillas de Londres y que asombró a propios y extraños al descubrirse que tenía vida propia.
La urna en la que se expone es hermética porque el simple hecho de respirar sus efluvios podría provocar la muerte. También porque de vez en cuando sale de sus entrañas, como si el fatberg la diera a luz, una mosca capaz de provocar infecciones sin cuento. Quizá sorprenda que esta bomba tóxica se exhiba en un museo del mismo modo que mostraríamos una diadema de platino con brillantes. Pero el ser humano, en el fondo de su corazón, siempre ha considerado que su mierda era un tesoro. He aquí la prueba.
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