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Carta blanca
Columna
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El eco de la poesía

El encuentro tuvo lugar hace 50 años, cuando el autor soñaba con ser profesor de griego. Ahora ya está listo para recitar de memoria los versos de Homero, como hacía aquel medievalista.

Estimado Profesor Ashtor:

No sé cómo, a pesar de mi mala memoria, guardo aún el recuerdo de aquella hermosa mañana de nuestro encuentro en el parque de Nymphenburg, en Múnich. Seguramente, querido colega, usted lo olvidaría pronto. Fue solo un rato de charla entre árboles, y luego jamás volvimos a saber uno de otro. Pero yo me acuerdo bastante bien, a pesar de los 50 años que han pasado. Yo tenía entonces unos 20, y usted algunos menos de los que tengo ahora.

Usted había regresado a Alemania por unos días, después de muchos años, para dar alguna conferencia allí, en la Universidad, creo, como medievalista especializado en asuntos de Próximo Oriente. Aunque nacido en Viena, iba a hablar sólo en italiano, porque, como me explicó, se había jurado no usar nunca más el idioma alemán, el de su niñez y la lengua de quienes 20 años antes habían aniquilado a toda su familia.

No sé cómo, a pesar de mi mala memoria, guardo aún el recuerdo de aquella hermosa mañana de nuestro encuentro en el parque de Nymphenburg, en Múnich

Le recuerdo emocionado por las vistas del parque, acaso porque las frondas y los estanques del Nymphenburg, aquella clara mañana, traían a su memoria estampas de su juventud, en contraste con las áridas tierras en torno a Jerusalén, de donde ahora venía. No sé cómo empezamos a hablar de cosas vagas, y usted quiso explicarme por qué había decidido ceder a la tentación de volver por unos días a Europa central, y también me preguntó qué hacía yo allí.

Cuando le conté que iba de Madrid a Viena, y que intentaba ser profesor de griego, advertí en su mirada una nueva simpatía: “¡Ah, excelente! Así que va a leer y enseñar los poemas de Homero. ¡Cómo recuerdo los versos y aquellas clases!”. Con voz conmovida empezó a recitarme una larga tirada del inicio de la Ilíada:

“Menin áeide, theá, Peleiádeo Achiléos…”.

Me quedé asombrado y, no por regatearle mérito, sino por decir algo, sugerí: “¡Profesor Ashtor, con su vida encajaría mejor evocar la Odisea!”. Me replicó: “¡Desde luego!”. Comenzó:

“Ándra moi énnepe, Moûsa, polytropon…”.

Sonaron los primeros hexámetros de la Odisea, 12 o 15, en tropel. ¡Qué emotivo me pareció que quien tanto quería olvidar su pasado germánico, recordara con tanta pasión los versos aprendidos en su Gymnasium! No sé de qué más hablamos, sólo retuve el recuerdo resonante. ¡A pesar de tantos años y amarguras del exilio aún guardaba en la memoria ecos de sus clases de poesía griega!

Nos despedimos y no hemos vuelto a vernos. Más tarde, relacioné el recuerdo con un cuento de Hermann Hesse titulado El poeta. Sucedía en China, en una fiesta nocturna; los farolillos se reflejan en el río. Allí un joven pensativo encuentra a un viejo poeta que lo encanta recitando sus poesías. Muchos años después, en la fiesta de los farolillos un viejo poeta se encuentra a otro joven y logra hechizarlo con sus poemas. (Este viejo era el joven del anterior encuentro).

Si acaso me topo con un joven pensativo donde sea, seguiré su ejemplo, doctor Ashtor. Ya me sé de memoria los versos oportunos de los poemas de Homero.

Con el antiguo afecto. Carlos. 

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