Michael Ignatieff: “La unidad nacional está en permanente construcción”
Lleva cuatro décadas estudiando el nacionalismo. Discípulo de Isaiah Berlin, académico, escritor y político, el intelectual canadiense mantiene un tenso pulso desde la Universidad de Europa Central con el Gobierno húngaro de Viktor Orbán. Sobre el independentismo catalán asegura que la única solución es el diálogo: “Ni va a desaparecer, ni se puede aplastar”.
ALTO, DISTINGUIDO Y TÍMIDAMENTE AFABLE, Michael Ignatieff (Toronto, 1947) no parece un hombre de acción, pero lo es: ha compaginado una brillante carrera en las aulas de Oxford y Harvard con el periodismo y con el Parlamento canadiense, como diputado y candidato del Partido Liberal durante casi una década.
Puede que su primera infancia itinerante como hijo de diplomático haya influido en su fijación por el estudio del nacionalismo, del sentimiento de pertenencia y sus consecuencias políticas. Su libro El honor del guerrero le convirtió en un ensayista de referencia que, lejos de la abstracción académica, abordaba los temas desde el terreno, con una prosa impecable. Ignatieff representa la mejor imagen del intelectual comprometido y honesto, de firme tradición liberal, que sabe reconocer sus errores, como su apoyo a la invasión de Irak, algo sobre lo que reflexionó en El mal menor: Ética política en una era de terror, reeditado ahora en español, al igual que la biografía de su maestro, Isaiah Berlin.
De Brasil a Myanmar, los titulares de la prensa el último mes parecen seguir la ruta que ha trazado en su nuevo libro, Las virtudes cotidianas(Taurus), un estudio sobre la ética global en el siglo XXI. Ignatieff, además, se encuentra en el centro de otro huracán como presidente de la Central European University, institución financiada por George Soros con sede en Budapest, y que el Gobierno del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, ha puesto en el punto de mira con una ley que dificulta el funcionamiento de universidades extranjeras. La entrevista, en la sede del Aspen Institute en Madrid, se celebra apenas una semana después de la reelección del mandatario húngaro por una abrumadora mayoría. Mientras contesta llamadas de Hungría para tratar de apagar fuegos, Ignatieff trata elegantemente de quitar hierro al asunto: "Lo cierto es que me gusta pelear. No me siento pesimista". Su mujer, la editora húngara Zsuzsanna M. Zsohar, aclara que el futuro de la universidad se decidirá en unas semanas.
“La revolución tecnológica ha generado una furia incandescente contra quienes tenían el monopolio del conocimiento, incluidas las universidades y la prensa”
En su biografía de Isaiah Berlin describe los jardines amurallados y cuartos con "los grandes ventanales del privilegio institucional británico" de donde él nunca salió. ¿Usted quiso escapar de esa burbuja? Quería ambas cosas. Me encantaba estar en Oxford, en Cambridge, en Harvard; respeto esos lugares y he pasado la mitad de mi vida ahí, pero te aprisionan porque no puedes ver el mundo. Yo aprendo de los libros solo hasta un punto, luego tengo que salir. Trabajé como periodista durante años y me encanta eso de "la verdad sobre el terreno". Una de las cosas más excitantes que uno puede hacer es tratar de ver a través de los ojos de otra persona para quien la vida ha sido muy injusta; miras desde donde las cosas son duras, atemorizadoras, inciertas.
En Las virtudes cotidianas escribe sobre la hostilidad que la élite académica y los expertos despiertan en la gente de a pie, por ejemplo en Bosnia, donde llegaron con grandes ideales, y sus lecciones de derechos humanos para enseñar a la población a reconciliarse. En mis libros Sangre y pertenencia y El honor del guerrero traté el resentimiento contra esa gente de fuera que predica sobre la reconciliación sin ninguna comprensión real de la amargura, el resentimiento y el miedo. Mucho de todo esto es simplemente autocrítica: yo soy uno de ellos, he dado clases sobre derechos humanos durante años en Harvard. Pero cuando llegas al terreno comprendes que tú vas con un contrato como consultor o tienes que hacer un artículo, estás de paso, no estás atrapado en Irak o Afganistán o Bosnia. Allí hay gente que no puede marcharse, ese es su país y tienen que vivir con la tragedia que ha ocurrido. Si no puedes irte, ves las cosas de otra manera.
Hoy la hostilidad hacia la élite y hacia el conocimiento parece estar en auge. Hay una revuelta mundial contra lo académico. Vivimos la mayor revolución tecnológica desde Gutenberg, tenemos la Biblioteca de Alejandría en nuestros bolsillos. Esta emancipación de la información es algo inédito y debería fortalecer la democracia, hacer a la gente más sabia y que nuestras conversaciones fueran más inteligentes, debería ser algo maravilloso. Pero lo que ha generado es una furia incandescente contra quienes tenían el monopolio del conocimiento, incluidas las universidades y la prensa. Hay quien dice: "Si tengo el conocimiento en mi teléfono, ¿por qué crees que tienes derecho a decirme lo que es verdad o correcto?". Parte de este cuestionamiento me parece bien, pero las universidades son absolutamente vitales como guardianas de la distinción entre rumores, paranoias, fantasías y noticias falsas.
¿El conocimiento ha perdido su autoridad? Tenemos la oportunidad de restablecerla. Debemos ser más humildes y aceptar que a veces no acertamos: los economistas no vieron llegar el crash de 2008, las ciencias sociales han demostrado que hacen un pésimo trabajo a la hora de predecir. Aceptemos nuestros errores, pero, por Dios santo, si no tienes universidades que puedan decir lo que está pasando con la demografía de tu país, con la distribución de la renta o con el sistema sanitario, estás a ciegas. El ataque a los expertos era esperado, lleva gestándose mucho tiempo, pero tiene elementos muy peligrosos para nuestras sociedades.
En el nuevo libro habla de la fractura social y los movimientos nacionalistas, y suena el eco del siglo XX. ¿Qué tiene esto de nuevo? He estado leyendo Doktor Faustus, de Thomas Mann, que describe la pérdida de autoridad de la cultura, los ataques al conocimiento, el amor a los extremos, el entusiasmo por las respuestas fáciles, el esteticismo de lo fuerte y de lo firme, la radicalización de opiniones de la izquierda y de la derecha. Debemos releer los grandes libros de 1920 y 1930 y pensar en lo que nos cuentan, sí, pero el fascismo es el fascismo, y el Estado con un partido único en el siglo XXI es otra cosa.
¿En qué sentido? Estoy en medio de una batalla con el señor Orbán, pero no tengo miedo, porque no tiene una policía secreta y no me va a arrestar. El fascismo es algo muy específico; es el empleo desde la política de la violencia para mantenerse en el poder. España sabe de esto, y Alemania, también.
“El nacionalismo del siglo XXI te quiere convencer de que es cívico, inclusivo y cosmopolita. Rechaza ser sectario, supremacista o intolerante, pero lo es”
Pero ese fantasma es agitado una y otra vez. Por eso es importante recordar que el fascismo no es cualquier tipo de extremismo, no es populismo. Estamos confundiéndolo todo. Debemos leer sobre la República de Weimar, pero estamos en otro sitio. Hoy se suma el 11-S y el terrorismo global con las crisis financiera y migratoria. Occidente ha sufrido estos tres grandes shocks que han destruido la política convencional, y hay nuevas formaciones políticas que se están aprovechando. No es raro que nuestro sistema político se esté fragmentando; la gente está asustada, desorientada y busca respuestas y liderazgo. No nos hemos vuelto locos: ha habido graves convulsiones y tratamos de ver cómo lo gestionamos. Trump es un signo de eso, el Brexit es otro, y el nacionalismo catalán, también, por su coincidencia con la crisis de 2008. Y hay que añadir la revolución digital. Nadie comprende en su totalidad lo que estamos viviendo. No le voy a contar una bonita historia que ate todos los cabos porque no creo que sea posible.
Con Las virtudes cotidianas, ¿trataba de encontrar un soplo de esperanza anclado en el día a día? En un momento de desintegración institucional, ¿quién hace que las cosas sigan rodando? Pues la gente corriente, y no me refiero a otra gente, sino a ti y a mí. ¿Qué es lo que genera algún tipo de orden moral en nuestra vida cotidiana y cuáles son las condiciones para que se vea fortalecido? He tratado de buscar el sistema operativo moral en lugares muy extremos donde el Estado prácticamente no está: en asentamientos en Sudáfrica, favelas en Río, comunidades muy pobres en Los Ángeles. Allí están reproduciendo a nivel molecular, bloque a bloque, calle a calle, vecino a vecino, un orden moral que hace que la vida sea soportable.
Sí, las pequeñas buenas acciones. Pero luego el vecino encantador que cuida de tus hijos vota por Orbán. Me fascinan esas contradicciones, estoy en contra de la idea de que las cosas pequeñas no importan. Alguien puede creer que lo único relevante es si una persona vota a Orbán, pero si cuida de los hijos de su vecina, eso también es parte de la historia. La gente es compleja: puede ser hostil ideológicamente a los musulmanes en general, y agradable con su tendero marroquí en particular. No debería sorprendernos tanto, porque está en nosotros. Yo tengo todo un montón de prejuicios, que no voy a discutir contigo, y que entran en conflicto con mi tolerancia liberal. La idea de que podemos ser moralmente congruentes al 100% me parece equivocada.
¿Por eso se enfocó en la pequeña escala? Sí, para tratar de entender la relación entre lo micro y lo macro. Volviendo a Orbán, su campaña se ha basado en el cultivo sistemático del odio y la sospecha hacia el enemigo exterior, pero lo extraño es que de una manera imprevista eso revierte hacia dentro: el odio hacia los refugiados puede acabar enfrentando a los húngaros entre sí y destruyendo las pequeñas muestras de decencia. Hay un vínculo profundo entre el discurso político y el día a día, pero no comprendemos nada de esa relación.
Sostiene que nos identificamos más con lo que nos hace diferentes que con lo que nos iguala. Sí, y es algo positivo porque coloca el juicio moral a nivel individual. No me gusta la tiranía de las ficciones ideológicas, sino tomar a las personas una a una.
¿Prima la excepción? La idea de que el universalismo moral entraría en nuestra vida cotidiana ha sido siempre una fantasía. Lo que ves primero es la diferencia, te veo como ser humano, sí, pero también todo lo que te define como un ser absolutamente concreto. El sistema operativo moral del día a día es fuerte porque es empírico, siempre es una persona en su singularidad, no una abstracción. Pero tenemos que luchar todo el rato contra estereotipos y prejuicios.
En el nuevo libro cita la frase del filántropo estadounidense Andrew Carnegie de que la ética cuenta. ¿Trump ha acabado con esto? Por extraño que parezca, no, y ahí radica su atractivo. Su America first, EE UU lo primero, es algo ético. El nacionalismo es una proposición ética que parte de una prioridad, de establecer quién te importa más. Es intensamente moral.
Lleva 40 años escribiendo sobre nacionalismo. ¿El tiempo le ha dado la razón? Nunca me ha gustado el desprecio cosmopolita por el nacionalismo. Temo el sentimiento nacionalista que está unido a la violencia y a la limpieza étnica. Pero la idea de que esto necesariamente viene junto me parece equivocada. Querer ser el señor de tu casa es una de las reivindicaciones más poderosas del siglo XX. Vivimos en una realidad multicultural, en un mundo moral posimperial. Los europeos blancos conviven con personas a quienes colonizaron. Esa revolución salió del nacionalismo y sigo creyendo que, si aguantamos, será algo positivo. No me refiero a Cataluña, sino al derecho de autodeterminación desde 1945.
¿Qué opina de Cataluña? El nacionalismo catalán no es nuevo y yo no puedo evitar ver este asunto desde la óptica canadiense. Es decir, no veo nada anormal en este nacionalismo, no creo que sea posible que desaparezca ni que se pueda aplastar. Quebec es un hecho para los canadienses, pero defiendo la integridad territorial, porque somos más fuertes si estamos unidos. Estoy en contra de una declaración unilateral de independencia porque puede conducir al caos y a la violencia. Un grupo nacionalista no tiene derecho a organizar un referéndum y tratar de escindirse, hay que negociar.
¿Cuál es la salida? No se pueden solucionar los problemas políticos con instrumentos legales. La ley no puede convertirse en un fetiche. En 40 años de crisis constitucional en Canadá hemos logrado salir adelante gracias al diálogo.
“El pasado nunca acaba. No termina, porque en algún momento se convierte en el campo de batalla en el que se pelea el presente”
¿Confía en los referendos? En Canadá hemos tenido dos y no creo que sea la manera de cerrar los problemas. El Brexit lo ha confirmado. Estas cuestiones deben ser solucionadas entre políticos y no deben ser trasladadas a la gente porque te arriesgas a que ocurra una catástrofe. Pero insisto: es responsabilidad de los políticos, no de los jueces; estos temas tienen que quedar fuera de los juzgados, de los medios, de los activistas, y volver a estar en manos de políticos responsables.
¿Cuál es la lección? España, uno de los grandes logros de Europa, no es el único Estado con un problema de identidad. Ernest Renan decía que un país es un plebiscito diario, así que la unidad nacional está permanentemente en construcción, no termina nunca. Estoy en contra de forzar a la gente a elegir una identidad por encima de otra, y la española, como ocurre en muchos otros casos, es compleja y múltiple. En la política democrática moderna esto es un problema normal, hay que superarlo. Hoy se piensa que al final está el colchón de la UE: somos globales, Barcelona es global. El nacionalismo del siglo XXI te quiere convencer de que es cívico, inclusivo y cosmopolita. Rechaza ser corto de miras, sectario, supremacista o intolerante, pero lo es. La situación del lado español es simétrica.
Escribe que los imperios han desaparecido pero la asemetría se mantiene, que existe el mismo sistema económico pero no político. ¿Vivimos una era posimperial o el imperio ha tomado otra forma? Francamente, no me gusta toda esa cháchara izquierdista. No digo que el mundo o la economía global sean justos, ni que realmente haya igualdad, sino que las expectativas morales de la gente de color, de las mujeres, de los homosexuales y de las minorías hoy se basan en una premisa de igualdad. El mundo es totalmente distinto del que había en 1945. ¿De qué va la política europea? Va de gente blanca acostumbrándose a que los privilegios de la dominación imperial se han acabado. Desde mi visión de liberal de la vieja escuela, prefiero tener este problema al de la dominación de hombres sobre mujeres, de blancos sobre negros, de heterosexuales sobre gais. Este cambio es lo único que ha pasado en mi vida de lo que me siento orgulloso de haber formado parte.
¿La tensión pasará? No deberíamos perder los nervios, porque no puedes alimentar esa expectativa de igualdad y luego sorprenderte de que la gente diga que no cumples. Pensamos que es la tecnología lo que está trayendo los grandes cambios, pero no, son estas expectativas morales.
Myanmar y Bosnia, dos de los lugares que visita en su libro, demuestran que la religión aún importa. ¿Es el envoltorio de los conflictos? En Myanmar es la fuente de legitimidad del nacionalismo. No soy religioso, pero no me creo la narrativa secular. Me fascina la manera en que en Europa el lenguaje de la fe cristiana está volviendo para racionalizar la política antiinmigración. La derecha lo está instrumentalizando de una manera a menudo cínica, porque sabe que esas referencias son aún muy poderosas.
Sostiene que en Bosnia no es posible una reconciliación con el pasado hasta que haya un futuro político común. ¿Ocurre esto en todas las sociedades que han sufrido guerras civiles? Cuando el futuro es una fuente de problemas, inmediatamente las sociedades trasponen su conflicto hacia el pasado. Cuando hay un bloqueo en España se vuelve a la Guerra Civil; cuando EE UU se bloquea, también vuelven a su guerra; en Polonia regresan al asunto de si fueron culpables del genocidio. La lección complicada de aprender es que el pasado nunca acaba. No termina, porque en algún momento se convierte en el campo de batalla en el que se pelea el presente.
Han pasado 15 años de la guerra de Irak, su postura ante aquel conflicto fue a favor de la intervención. ¿Qué piensa ahora? Estaba equivocado, y lo he repetido públicamente desde hace tiempo. Creo que debes reconocer cuando aciertas y debes asumir la responsabilidad cuando te equivocas. ¿Por qué erré? Pensé que el fin justificaba los medios y que deshacerse de un tirano genocida era una razón de peso para derrocar al régimen. Pero el efecto desestabilizador de la intervención estadounidense para derrocarlo, la incapacidad para hacerlo bien y el horrible coste humano… Además, apoyé la guerra no solo por la violación de derechos humanos, sino por la existencia de armas de destrucción masiva, algo que resultó ser falso. Todo esto me ha hecho más circunspecto: las buenas intenciones no son excusa, las consecuencias en Irak y en Libia han sido terribles.
En su biografía de Isaiah Berlin cuenta que la hipocondría era el vicio narcisista del pensador. ¿Cuál es el suyo? Tengo muchos fallos, es una lista larga: un excesivo ensimismamiento, no tengo tanta empatía como me gustaría… Todo en la vida es una lección de humildad.
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