Pa’ feo yo: así es como el mundo se pirra por la ropa ‘distinta’
La fealdad es tendencia en la pasarela y en la calle, donde una nueva generación se sale del esquema y apuesta por todo lo que odiaron sus mayores
¿Admites un consejo? Si por alguna carambola acabas invitado a un desfile de moda o un sarao relacionado con lo trendy, que le dicen, no te arregles. No te pongas “guapo”. Ni camisas, ni vestidos, ni zapatitos: serás el raro. Los que molan son los feos, los que eligen lo raro, lo distinto, los que optan por peinados, vestimentas, complementos… Eminentemente feos. Feos para unos, pero parte de la tribu para otros tantos. De hecho, para cada vez más: dentro de lo feo también hay gustos.
Pero claro, ¿qué es lo feo? Aquello que se sale de lo normativo, de los cánones de la belleza clásica (al menos tal y como la consideramos en Occidente). Lo cutre. Lo chandalero. De hecho, el chándal. A poder ser de tactel. La microgafita estirada. El labio ultraperfilado, Kylie Jenner (y sus millones de unidades vendidas) dixit. El bañador y la braga bien subida a la cadera. ¿Les recuerda a algo? Probablemente. Porque está muy cerca y además tiene intención de quedarse, al menos un rato.
Nuestra realidad en el mundo de la moda se parece cada vez más a lo que ocurre en Cuéntame cómo pasó; allá donde la serie se va pegando peligrosamente a la fecha real (¡que ya va por 1987! ¡Que nos pillan!), así nos pasa con los trapos: cada vez recuperamos las modas antiguas con menos margen de tiempo. Fagocitamos todo lo que se nos pone por delante. Aprendimos a recuperar las hombreras ochenteras hace ¿cinco años? Los brillos de los noventa nos tentaron hace un par. Ahora nos gustan los Crocs de los años 2000. ¡Los Crocs!
Es generacional, claro. Spoiler: la gente que nació con el efecto 2000 bajo el brazo ya puede votar. Si eres/podrías ser su padre, no te gustarán sus chokers y sus zapas gigantes. Para eso están ellos: para recuperarlos. Además, la generación zeta vive pegada a un móvil y el mundo es su ecosistema. Lo que para otros sería apropiación cultural o una tendencia incomprensible, para ellos es parte de su mundo, el pan nuestro de cada día: ponerse una gorra y cargarse de cadenas de oro cual oriundo de Harlem y ser de un pueblo de Teruel es absolutamente compatible. Y lo que dicen los más nuevos nos cala a todos.
La broma se nos ha ido un poco de las manos. Si hace un par de años se apostaba por el normcore, la ropa sosa, básica, sin más, ahora caminamos algo más lejos. Ya no nos gusta la camiseta gris de Mark Zuckerberg, ahora la queremos rota y descolorida. La apuesta es por lo feo, y nadie (o quizá todos... ) tiene (tenemos) la culpa.
En la pasarela, quizá su mayor exponente sea el diseñador Demna Gvasalia, tanto en Vetements como incluso en Balenciaga (si una bolsa de Ikea es el nuevo bolso, no nos queda más que ver, señoría), pero sus ramas se extienden también a una joven moda española sin complejos. En la vida real, donde realmente está presente, el fenómeno de las zapatillas tiene mucho que ver: cuanto más feas (y más caras), mejor. Es moda, claro, pero es calle, es global e instagrameable. Es la vuelta de tuerca. Es la rebeldía hecha desidia.
En un mundo cargado de una estética inspeccionada al milímetro donde cada detalle habla, la fealdad llama más la atención que la belleza. Un planeta global donde vestimos igual de Sudáfrica a Montreal, pero en el que todos creemos (y necesitamos creer) que somos únicos, la intención es salirse de la norma. Saltarnos las instrucciones. Usarlo distinto, vestirlo distinto, vivirlo distinto. Hacer que jugamos cuando vamos muy en serio. ¿O era jugar cuando parecía que éramos gente seria?
Jueguen, ahora que pueden. Y dejen los tiros largos para otro siglo. O, quizá, para dentro de seis meses.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.