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Algo pasa en la moda española

Carmen Mañana

Palomo Spain: sin género de dudas

“La cosa más increíble, bella, decadente y endemoniada”. Así definía Vogue América la tercera y hasta ahora última colección de Alejandro Gómez Palomo. El modista de 24 años y natural de Posadas –un pueblo cordobés de 7.500 habitantes– desfiló el pasado 2 de febrero en Manhattan. En primera fila: Malia Obama, la hija del expresidente de Estados Unidos; diseñadores como Nicola Formichetti y editores de los medios especializados más relevantes. De The New York Times a Women’s Wear Daily, todos quedaron maravillados por sus historicistas vestidos, lucidos –para mayor impacto– por modelos masculinos. “Mi ropa no tiene género. No me gusta clasificarla como unisex o andrógina. Es cierto que el patronaje es masculino porque mi fantasía es que los hombres podamos vestir de alta costura. Pero, al final, es un trozo de tela y se lo puede poner quien quiera: chico, chica, travesti o abuela”, explica días antes de volver a presentar su trabajo en la Mercedes-Benz Fashion Week Madrid, con Pedro Almodóvar captando cada detalle con su móvil. Todavía le dura el subidón de adrenalina de Nueva York: un sueño en el que sus padres han invertido todos sus recursos y en el que se han involucrado de forma desinteresada los modelos, maquilladores y hasta el artista floral Mark Colle, responsable de algunas de las escenografías más espectaculares de Dior. “Alquilé un apartamento y allí nos quedamos todos. Yo dormía en el pasillo. Fue una locura, pero entramos en contacto con muchos compradores”. En la London School of Fashion aprendió que la promoción es tan importante como el diseño. Mientras estudiaba allí, trabajó en un pub y en una tienda vintage. “Me sumergía en montañas de ropa con una mascarilla en busca de un Lacroix de 1983. Ese es el espíritu que quiero trasladar a las nuevas generaciones”./

ManéMané, a su manera

Que Miguel Becer (Cáceres, 1985) estudió Administración y Dirección de Empresas antes de entregarse a la moda es algo que se nota en cuanto abre la boca. Hace dos años ganó el premio Vogue Who’s on Next, que, con una retribución de 100.000 euros, es el mejor dotado de los que se conceden en España. Lo hizo, según asegura, porque su proyecto no era solo “un ejercicio creativo, sino un plan de negocio para fabricar, mostrar y vender cuatro colecciones”. Este galardón le dio visibilidad y los recursos necesarios para comenzar a producir una línea de zapatos y otra de gafas. La primera en Alicante, y la segunda, en Italia. Ambas constituyen hoy el eje de ManéMané, la firma con la que “recupera la estética aparentemente desfasada” de los ochenta y de los club kids de principios de los noventa. “El problema es que cualquier taller te exige que hagas un encargo grande para elaborar tus productos. No puedes ir de diez en diez, y para una marca pequeña es difícil llegar a ese volumen”, explica. ¿Su solución? Utilizar el pre-order (preencargo), un sistema que emplean desde hace años marcas consolidadas como Óscar de la Renta. “Ves algo en nuestra web, lo reservas, y cuando alcanzamos un número de pedidos lo suficientemente importante lo fabricamos. No le das al clic y lo tienes, pero compensa”, argumenta.

En la era del see now, buy now (lo veo, lo compro), Becer cree que la clave para que a sus clientes les compense la espera reside en ofrecer algo único. “Nadie quiere ver una película cuando ya te sabes el final. Estamos ávidos de cosas nuevas”. Parece obvio, pero el diseñador asegura que es la lección más importante que ha extraído de su paso por Bimba & Lola, Amaya Arzuaga, Ángel Schlesser y The 2nd Skin; y de su experiencia como ayudante de estilismo en distintas cabeceras. Entre ellas, El País Semanal.

María Ke Fisherman, monjas y ‘twerking’

La primera vez que Miley Cyrus les pidió un vestido, María Lemus (35 años) y Víctor Alonso (32 años) tuvieron que buscar en Google quién era. No imaginaban que una sola foto de la reina del twerking catapultaría su marca, María Ke Fisherman, y les abriría los armarios de otras celebridades como Lady Gaga, Katy Perry, Taylor Swift o Puff Daddy. “Víctor había spameado a través de las redes sociales a todos los estilistas de las estrellas. No esperábamos que nos respondieran, pero lo hicieron”, recuerda Lemus. A través de Facebook, Twitter e Instagram han llegado a una clientela global y, también, a alguna de las tiendas más influyentes del mundo, como la estadounidense Opening Ceremony. Y todo desde un convento de clausura de Huelva. Allí, la comunidad de monjas teje con primor las provocadoras piezas de ganchillo con las que Miley Cyrus se retuerce medio desnuda sobre el escenario. Cuentan Lemus y Alonso que son más rápidas y eficientes que cualquier fábrica. También más cándidas. “Una vez nos llamaron y nos dijeron que ya tenían terminados los gorritos, pero nosotros no habíamos encargado ninguno. Luego nos dimos cuenta de que se referían a unos biquinis minúsculos que habían confundido con sombreritos”, se ríen. Tras siete años, la firma ha crecido todo lo que su estructura permite. Con tres personas en nómina y varios talleres subcontratados, no pueden asumir una demanda en aumento. Por eso, buscan un socio capitalista que los ayude a expandirse y que “entienda” su filosofía, esa que les lleva a decir de sus modelos que “están tan feas que están guapísimas”. Se encuentran en un punto de inflexión. “O damos un salto y nos convertimos en una marca mediana o morimos”.

Chromosome, contra lo establecido

Esperanza Berrocal (26 años) y Rafael Bodgar (prefiere no confesar su edad) experimentan no solo con nuevas formas de crear ropa, sino también de mostrarla. Para empezar no siguen el calendario convencional de desfiles articulado en torno a dos temporadas: primavera-verano, que se muestra en septiembre, y otoño-invierno, en febrero. “Este año vamos a presentar nuestro trabajo en junio. Si no eres una marca al uso y no produces como tal, no tiene mucho sentido autoimponerte esas fechas, como tampoco lo tiene separar las colecciones de hombre y mujer”, argumenta Bodgar, que antes de unirse a Berrocal fue modelo y desfiló para Lanvin, J. W. Anderson, Raf Simons, Margiela…

Los maniquíes que protagonizan las presentaciones de Chromosome se salen de la norma. Al dúo le gusta utilizar a ancianos, pero reclaman que no se trata de un ejercicio efectista. O no solo. “La idea es desligar la moda del concepto de belleza y de juventud. Hay toda una generación de diseñadores, como Demna Gvasalia [director creativo de Vetements y de Balenciaga] o Gosha Rubchinskiy, que quieren crear un lujo que no reproduzca la estética de las clases altas sino que ahonde en la de la calle, en el estilo de los jóvenes sin dinero y sin prejuicios”, explica.

Las prendas de Chromosome pretenden jugar en esa liga, pero tanto Berrocal como Bodgar comprenden que su mercado resulta muy limitado. Y tampoco se trata de pasarse de puristas. La pareja lanza piezas intencionadamente más comerciales – dentro de sus parámetros–, como sudaderas decoradas con un marco en el que se puede colocar cualquier imagen. “Nuestro objetivo es consolidar nuestra marca, pero también nos encantaría que una gran firma nos fichase como directores creativos”. Honestidad en el fondo y en la forma.

¿Qué sucede con la nueva generación de diseñadores?

SOMOS UN grupo de marcas que no tienen nada que ver entre sí, pero que la gente tiende a relacionar, y creo que es porque provocamos algo. Algo fuerte”. Esta reflexión de María Lemus –creadora de María Ke Fisherman– puede parecer un tanto banal. Al fin y al cabo, se supone que, además de proteger de las inclemencias del tiempo, la moda debe suscitar algún tipo de emoción. Pero lo cierto es que, en España y al menos durante los últimos lustros, no siempre ha sido así. Ahora, una nueva generación de creadores que, como apunta Lemus, defiende discursos creativos diferentes, sacude un sector conformista y estancado tras años de asfixiante crisis. Lo que los une, además de no haber conocido la vida sin Internet, es una forma distinta de crear, mostrar y vender sus colecciones. Palomo Spain, ManéMané, Chromosome, Pepa Salazar, 44 Studio… surgen como un soplo de aire fresco en un ambiente viciado. Por lo irreverente y libre, su energía recuerda a la de los creadores de los primeros ochenta. Solo el tiempo dirá si, como Sybilla o Jesús del Pozo, terminarán revolucionando la escena nacional o si, por el contrario, todo acaba en una resaca resistente al ibuprofeno.

La mayor parte proviene del Ego, la pasarela de creadores noveles que Ifema organiza tras la semana de la moda en Madrid y que constituye su principal cantera de talentos. Como cualquier otro movimiento generacional, el de estos diseñadores supone una reacción a los valores que definieron el inmediatamente anterior. Ese que cimentó sus marcas en los vestidos cóctel y ceremonia. “He trabajado en firmas a las que la recesión las pilló en plena expansión. Tenían tanto miedo a no vender, a no sacar el producto a tiempo, que estaban totalmente atenazadas”, recuerda Miguel Becer, de ManéMané, de 32 años. Pero cuando uno no ha conocido las subvenciones ni el crecimiento del PIB –como apunta Alejandro Palomo, de 24 años–, tiene poco que perder.

Hoy hay menos temor y más información; la que les ofrece las escuelas de diseño en las que muchos de ellos se han formado y la que les brinda Internet, el medio que marca su forma de trabajar. “Cuando eres una firma pequeña no puedes competir ofreciendo diseño comercial, porque para eso ya está Zara. Siempre va a hacer una colección de americanas tradicionales mejor que tú, a no ser que vayas a un sastre. Y en esa categoría de producto clásico, el que tiene dinero para ir a un sastre lo hace, porque además de la prenda tiene la experiencia de la confección a medida”, explica Rafa Bodgar, de Chromosome.

En un giro paradójico, estos diseñadores huyen de lo comercial para vender y apuestan por la “identidad”, como proclama María Lemus. Piezas especiales o extrañas –según el ojo que las mire–, que no siguen las tendencias globales ni los gustos convencionales.

En los trabajos de Chromosome, ManéMané y María Ke Fisherman hay una aproximación intencionadamente feísta a la indumentaria de los ochenta, noventa y primeros dos mil. Los diseñadores reivindican con ironía esas siluetas, estampados y creaciones que estuvieron de moda entonces pero que hoy incluiríamos en la categoría de error fatal: camisetas de cuellos halter, sudaderas con dibujos de Aliens, zapatos de plataformas imposibles, punteras cuadradas, minifaldas de lúrex

Según Rafa Bodgar, esta estética define a un tipo de jóvenes, que él ha bautizado como la “generación Humana” en un guiño a la tienda de segunda mano. “Son personas a las que les encanta la moda y su faceta más artística, pero no tienen dinero para comprar en grandes marcas como Martin Margiela o Comme des Garçons. Tampoco les gusta ir de Zara como todo el mundo y saben que acudiendo a estas cadenas de ropa usada no van a encontrar a nadie vestido como ellos. Crean sus propios estilismos sin inspirarse en ningún catálogo. Es la exclusividad de los pobres”, argumenta.

Los precios de los productos de estos diseñadores, a veces inflados por tratarse de producciones pequeñas, los distancian de ese mercado y constituyen uno de los grandes obstáculos para su desarrollo. Una camisa de Palomo Spain puede costar 4.000 euros; los zapatos en los que Becer asienta su negocio, no menos de 420 euros.

Afortunadamente, las redes sociales les permiten acceder a un mercado más amplio. Han revolucionado la forma en la que venden su ropa y a sí mismos. Al fin y al cabo, ellos también se promocionan como posibles directores creativos de otros proyectos. Fue a través de Facebook como María Ke Fisherman se puso en contacto con los estilistas de Lady Gaga y consiguieron vestirla. Es así también como Chromosome entabló amistad con Kokomo, musa de la firma Vetements, y logró que posara gratis para su catálogo.

Hace 20 años, el único camino hacia la internacionalización pasaba porque prestigiosas tiendas multimarca vendieran sus diseños. Llegar a ellas resulta también más fácil ahora, como reconoce Miguel Becer. “Ir a una feria a París era una proeza en los noventa. Hoy supone dos llamadas y un billete de Ryanair de 50 euros”.

También se ha producido un cambio de mentalidad. Alejandro Palomo asegura que durante años ha existido un “acomplejamiento generalizado” entre los diseñadores nacionales. “Para salir de nuestras fronteras se ha intentado hacer algo que pareciese de fuera. Si eras muy moderno, por ejemplo, que tuviese el aspecto de haber sido creado en Amberes”, se queja el modista. En su opinión, nunca se ha dado voz a “nuestra riqueza folclórica”: bordados, estampados florales, mantillas… “Igual yo tengo muy visto un mantón de Manila, pero en Nueva York se quedan con la boca abierta”.

A diferencia de las tensiones y envidias que sufrieron en algunos momentos las generaciones anteriores, estos diseñadores presumen de llevarse bien y demostrarlo. En el último desfile de María Ke Fisherman, Palomo y Becer animaban desde la primera fila. “Si yo tengo el contacto de los responsables de una tienda importante, no me lo guardo para mí, sino que lo comparto con ellos”, explica Becer. “No nos ponemos la zancadilla, que si nos caemos de las plataformas nos matamos”.

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