Un submarino para mí solo y otros viajes inalcanzables
Las experiencias reservadas a un puñado de afortunados consolidan su mercado. Pero a medida que el turismo está cada vez más al alcance de casi todos, lo importante ya no es solo adónde ir, sino cómo.
DURANTE SIGLOS, el clavo tuvo un valor incalculable. Esta especia solo se cultivaba en cinco islas remotas de las Molucas, en los confines de Indonesia. Aderezar las comidas con clavo —o con nuez moscada, también originaria de ese archipiélago— estaba reservado a muy pocos, era algo exclusivo, un símbolo de riqueza y poder. Sin embargo, en el siglo XVIII comenzó un comercio a gran escala —latrocinio o piratería serían dos expresiones más adecuadas— de estas especias debido a aventureros como Pierre Poivre (su apellido significa curiosamente “pimienta” en francés), que se dedicaron a robar las semillas y plantarlas en otros territorios. Como explica Jack Turner en su libro Las especias. Historia de una tentación, que acaba de editar Acantilado, ese movimiento masivo de materias primas hizo que aquello que había sido único se convirtiese en popular y, por tanto, se devaluase a ojos de los ricos. Lo mismo puede decirse de los viajes.
En la época del Grand Tour, un periplo formativo por Europa que se puso de moda en la Inglaterra del siglo XVIII, viajar era un privilegio: requería mucho dinero y mucho tiempo, y se trataba de un indudable signo de distinción, pues quienes lo disfrutaban se alojaban en hoteles de cinco estrellas, mansiones que daban al Gran Canal de Venecia o transatlánticos que cruzaban con parsimonia los océanos. Sin embargo, la explosión del turismo de masas, que comenzó en los años setenta del siglo XX y se ha disparado en el XXI con las compañías aéreas de bajo coste y las reservas por Internet, ha transformado no solo muchas ciudades del planeta, sino también el significado mismo de viajar.
Una pareja pagó 75.000 euros por un fin de semana en Islandia. Alquilaron un túnel de lava y un glaciar
Al mismo tiempo que los desplazamientos por placer se popularizaban, ha ido creciendo otra rama de la industria turística: la de los viajes de lujo. Y se trata de un negocio fabuloso. La Organización Mundial del Turismo (OMT), dependiente de la ONU, cifró el crecimiento de todo el sector en un 7% en 2017. Sin embargo, el segmento de la alta gama viajera aumentó casi tres veces más, un 18,1%, muy por encima del consumo general de productos de lujo, que subió un 5% en 2017.
Incluso en medio de la mayor crisis que han vivido las economías occidentales desde la Gran Depresión, el número de millonarios ha crecido. Y el problema ahora reside en averiguar qué significa la exclusividad cuando todo el mundo se puede subir a un avión y reservar un buen hotel aprovechando una oferta de última hora en alguna de las decenas de webs especializadas. En el pasado, el lujo pudo ser el clavo o la nuez moscada, o una suite en los hoteles Palace o Ritz, pero en la actualidad se trata de algo que muy poca gente puede tener a su alcance: una experiencia.
“No es tanto dónde viajas, sino cómo viajas”, resume Quentin Desurmont, fundador y CEO de la agencia Peplum y de Traveller Made, una red de empresas dedicadas a los viajes de lujo. Sus socios, 310 agencias de 60 países que facturan anualmente 2.000 millones de euros, se reúnen una vez al año en Deauville, la ciudad francesa situada en la costa de Normandía creada en el siglo XIX para entretener a los ricos del planeta (en la Rue Gontaut-Biron abrió Coco Chanel su tienda en 1913). En el congreso, celebrado a finales del pasado mes de marzo, lanzaron una nueva idea: al igual que existe la alta costura o la alta relojería, se proponen acuñar la haute villégiature —que se podría traducir como una mezcla de reposo o veraneo, aunque aspiran a popularizar la expresión en francés—. “Tres tiendas de Cartier, en Ginebra, Londres y París, facturaron 7.000 millones de euros en un año. Nosotros todavía no hemos alcanzado ese nivel, pero debe ser nuestra meta”, explicó Desurmont ante cientos de agentes de viajes dispuestos a convencer a los millonarios del planeta de gastarse cantidades astronómicas en un solo fin de semana. En definitiva, buscan “saltar del lujo al megalujo”.
Algunas agencias consideran que un viaje que supere los 1.000 euros por persona y día es lujo, mientras otras fijan el umbral en 10.000. No obstante, su objetivo declarado es tratar de llegar a aquellos clientes a los que no les importe en absoluto lo que tengan que pagar. Algunos pueden hacerlo sin límite con tal de acceder, por ejemplo, a grandes yates con juguetes incluidos, como un pequeño submarino individual (en esos casos, casi siempre es necesario un segundo barco para los escoltas). Otros, que a su condición de dueños de economías más que saneadas unen una decidida vocación aventurera, prefieren pagar lo que les pidan a cambio de sobrevolar el cabo de Hornos en una avioneta casi rozando las olas o de encerrarse en una jaula especial para ver grandes tiburones blancos en Sudáfrica con un fotógrafo de National Geographic. Eso es el megalujo. La idea que defienden los profesionales de este sector tan exclusivo es que su negocio consiste en ofrecer algo único, visitar al cliente en casa y prepararle un plan personalizado. Gonzalo Gimeno, fundador de la agencia madrileña Elefant Travel, lo resume así: “No vendo un producto, porque el viaje que voy a preparar no existe”.
No puede revelar ni el nombre, ni siquiera la profesión del viajero, pero Gimeno cuenta un ejemplo extremo: un jueves por la noche recibió la llamada de una pareja que quería ir a Noruega a ver auroras boreales —un problema de partida, ya que este fenómeno nunca está garantizado—. Un revelador detalle resume el tipo de cliente: el avión lo ponían ellos. Acabaron yendo a Islandia, en un viaje organizado en seis horas. Se quedaron en la finca de un millonario islandés, con un helicóptero en la puerta las 24 horas, chef propio y dos masajistas a su entera disposición. Reservaron para ellos solos un glaciar, un túnel de lava donde les ofrecieron una cena… Y no vieron ninguna aurora boreal. La factura de esta escapada de fin de semana alcanzó los 75.000 euros.
En España una decena de agencias se dedican al turismo de alta gama. Con siete empleados (cinco en Madrid y dos en Barcelona), Elefant Travel solo diseña viajes a medida. Vende más de 7 de cada 10 recorridos que plantea, muchas veces en el domicilio del cliente, a la hora que le venga mejor. Essentialist, fundada hace año y medio y con sedes en Nueva York y Palma de Mallorca, solo trabaja con socios que pagan una cuota de unos 1.200 euros al año para poder acceder a sus servicios, que consisten básicamente en la organización de viajes con el asesoramiento de expertos, en su mayor parte periodistas con mucha experiencia en turismo.
Los itinerarios de ultralujo se mueven en la delgada línea que separa lo hortera de lo exclusivo, la discreción del exhibicionismo, el buen gusto de la desmesura. “Buscan algo que esté de moda, pero que también sea nuevo. Para algunos incluso, lo importante es vivir una experiencia que puedan ser los primeros en publicar en redes sociales”, asegura el mexicano Aníbal Rodríguez, director de Ro&Co Tours. El viaje más caro que tuvo que organizar fue una luna de miel por Asia a una pareja que pidió disponer de dos coches en cada destino, a ser posible Bentley.
El francés Guillaume Leroy, director asociado de My Luxury Travel, una agencia con sede en Mónaco que trabaja a menudo con millonarios rusos, cuenta un viaje que puede servir para captar la esencia de esta industria: “Unos padres me dijeron que querían que sus hijos conocieran a Papá Noel. Fueron a Laponia en avión privado, se quedaron en un chalet con chef. Les planificamos actividades todos los días, pero la principal fue la visita de Santa Claus”. Para la puesta en escena, contrataron a un actor y un trineo con renos. Los niños, naturalmente, se lo creyeron, y la factura ascendió a 60.000 euros para cinco personas.
Los caprichos pueden ser infinitos. Pepequin de Orbaneja es el responsable de la agencia marbellí Travel Designer, que asegura ser la primera empresa que ofreció viajes al espacio en globo. “Todavía no se pueden realizar, pero ya se pueden reservar”, precisa. “Nosotros tenemos cada vez más peticiones relacionadas con el deporte. Por ejemplo, me encargaron, con muy poco tiempo, dos entradas para la final del Mundial [de fútbol] en Brasil. Las conseguí: el viaje salió a 5.000 euros por persona, con aviones y hotel”.
África es el continente que más interesa a los viajeros de alto standing, y Ruanda, un país que sufrió un genocidio en los noventa, un destino en alza en 2018. Los dilemas éticos que puedan presentarse por el hecho de vivir experiencias de ultralujo en lugares tremendamente pobres se despejan con la respuesta habitual de que este tipo de clientes se deja mucho dinero en las comunidades que visitan. Por ejemplo, pasar un día con los gorilas en Ruanda cuesta unos 1.200 euros por persona, que se dedican a su conservación.
Winston Chesterfield, director de Wealth-X, empresa especializada en radiografiar el mundo de los ricos, se encargó de poner los datos sobre la mesa ante los agentes de viajes, de mostrarles el pastel que buscan repartirse. Dividió a sus potenciales clientes en cuatro categorías: los que tienen más de 30 millones, los que tienen entre 30 y 100, seguidos por los que poseen una fortuna entre 100 y 500 y de ahí hasta el infinito. Solo el 0,003% de la población del planeta posee más de 30 millones de dólares (24,3 millones de euros aproximadamente) y el 91% se encuentra en América del Norte, Europa y Asia. Hoy suman tan solo 220.000 personas, pero calculan que alcanzarán las 299.000 en 2021. Su presupuesto para lujo asciende a 234.000 millones al año y se gastan un 37,9% en arte, un 6% en coches y un 5% en objetos. Pero en todos esos casos se trata de desembolsos en algo tangible, que incluso puede representar inversiones. Lo que ofrecen los viajes de lujo es diferente, porque tiene que ver con una definición distinta de la riqueza, en la que hacer es más importante que poseer.
Con la idea de haute villégiature, Quentin Desurmont pretende explotar este filón. “Nuestro objetivo es que las agencias busquen reservas a partir de 150.000 euros. Sería una colección de propuestas única, como la alta costura, con unas reglas determinadas. No se trata solo de dinero, es arte, como un desfile de Dior”, explica este empresario que trabajó como jefe de marketing en Eurodisney. Cuando se le pide un ejemplo de ese tipo de experiencias, asegura que quiere organizar una cena, con un número de plazas muy reducido, en la que se sirvan 10 botellas de Romanée-Conti, un borgoña que suele liderar las listas de los vinos más caros del mundo. El precio rondará los 700.000 euros por persona. Algunas firmas, como Peplum, la agencia de Desurmont, ofrecen anonimato absoluto, obligando incluso a firmar un contrato de confidencialidad a sus proveedores. Y si el cliente lo pide, se le otorga un número para que no tenga que decir ni siquiera su nombre ante los agentes de viajes.
Pero, según el sueco Andreas Axelsson, CEO y propietario de la agencia Navigare Moments, especializada en el alquiler de barcos, el concepto de lujo es distinto en función del país y la sociedad. En Suecia, por ejemplo, todo tiene un toque más austero. “Podemos ofrecer una isla privada en las Fiyi a 15.000 euros la noche, pero no tenemos muchas reservas así. Para algunos, el lujo puede ser el silencio o la soledad, es decir, nunca se podrá medir solo con dinero”.
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