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El viaje de las especias

Evocan mucho más que un simple condimento y su historia está cargada de misterio

Caravana dirigida por Abraham Cresques, geógrafo y cartógrafo judío mallorquín del siglo XIV.
Caravana dirigida por Abraham Cresques, geógrafo y cartógrafo judío mallorquín del siglo XIV. ALBUM / ORONOZ

La palabra especias sugiere mucho más que una velada alusión erótica. Además de aludir a un romance, si puede usarse esa palabra, está asociada a los románticos para quienes las especias están inextricablemente unidas a las imágenes del Oriente fabuloso con todo su misterio y su esplendor. La palabra está cargada de poesía. En El sueño de una noche de verano, Titania le cuenta a Oberón su conversación con la madre de un niño cambiado en la cuna en el “especiado aire de la India”; en los adustos alrededores de una granja de Nueva Inglaterra, Herman Melville imaginó los “especiados bosques de infinita verdura” que crecían en las islas encantadas de Oriente. Para muchos otros, las especias y el comercio de especias han evocado multitud de imágenes vagas y atrayentes: dhows navegando por mares tropicales, los sombríos rincones de los bazares orientales, caravanas de árabes recorriendo el desierto, los aromas sensuales del harén o los banquetes perfumados de la corte del Gran Mogol.

Walt Whitman miró al oeste desde California hacia las “penínsulas floridas y las especiadas islas” de Oriente; Marlowe escribió: “Mis carracas, desde Alejandría, / que van cargadas de especias y sedas, / se deslicen a orillas de Candía”. En una vena similar, Tennyson exaltó con lirismo el “ilimitado Oriente”, donde “rompe el oleaje / en las rocas de nuez moscada y las islas de clavo”. Las especias y su comercio han sido uno de los lugares comunes de lo que Edward Said llamó la “imaginación orientalista”; su reputación de pintorescas, fascinantes, novelescas e intrépidas perdura desde los cuentos de Simbad hasta varios (y a menudo igual de fabulosos) ensayos mediocres actuales.

Gran parte del propio cargamento de las especias sigue aún con nosotros, pues continúan evocando algo más que un simple condimento, una chispa que es en sí misma el eco de un pasado de sorprendente riqueza y consecuencias. Cuando estos productos quintaesencialmente orientales llegaron a Occidente, las especias habían adquirido una historia cargada de significado que las hacía comparables a muy pocos alimentos; el peso y la riqueza de su bagaje sólo rivalizan con el pan (“el pan nuestro de cada día”), la sal (“la sal de la tierra”) y el vino (in vino veritas, aunque también sea el licor de la muerte, la vida, el engaño, los excesos, la burla o el espejo del hombre). Sin embargo, el simbolismo que arrastran las especias es más diverso y está más cargado de ambivalencia de lo que sugerirían estos paralelismos. Cuando las especias llegaban en barco o en caravana desde Oriente, traían su propio cargamento invisible, un saco lleno de asociaciones, mitos y fantasías, un cargamento que era tan repulsivo para algunos como atractivo para otros. Las especias han llevado consigo durante miles de años una variedad de mensajes muy poderosos, por los que se las ha amado tanto como odiado.

Muchos siglos antes de la brújula, los mapas y el hierro, el clavo llegó de los conos volcánicos de las Molucas 

La atracción de las especias se debía a muchas más cosas que a su utilidad culinaria; y por otro lado, la comida en la Edad Media no era tan mala como en general hemos querido creer. Se trata de una historia diversa y ramificada que abarca varios milenios: empieza con un puñado de clavo encontrado en un recipiente chamuscado de cerámica enterrado en el desierto sirio, donde, en un pueblecito a orillas del Éufrates, un individuo llamado Puzurum perdió su casa en un incendio devastador. En términos cósmicos fue un acontecimiento sin importancia: se construyó una casa nueva sobre las ruinas de la anterior, luego otra y después muchas más, la vida siguió y siguió y siguió.

Con el tiempo, un equipo de arqueólogos fue al pueblo polvoriento que hoy se alza sobre las ruinas y de la tierra quemada y compactada que una vez fue el hogar de Puzurum sacaron un archivo de tablillas de barro inscritas. Por una feliz circunstancia (para los arqueólogos, no para Puzurum), las llamas que destruyeron la casa cocieron las tablillas de barro como en un horno y garantizaron su supervivencia varios miles de años. Un segundo golpe de suerte fue una referencia en una de las tablillas a un gobernante local conocido por otras fuentes, un tal rey Yadihk-Abu. Su nombre ha permitido datar las tablillas y el puñado de clavo en torno al año 1721 antes de Cristo

Por sorprendente que pueda parecer un hecho tan sencillo como la supervivencia del clavo, lo que lo convierte en verdaderamente increíble es una rareza botánica. Antes de la era moderna, el clavo crecía en cinco minúsculas islas volcánicas al este de lo que es hoy el archipiélago indonesio, la mayor de las cuales apenas mide 15 kilómetros de ancho. Puesto que el clavo crecía sólo en Ternate, Tidore, Moti, Makian y Bacan, estas cinco islas, las Molucas, eran nombres bien conocidos en el siglo XVI, despojos disputados por imperios rivales a medio mundo de distancia.

No obstante, por muy coloridas que fuesen las Molucas para los lectores del siglo XVI, en la época de Puzurum sin duda estaban más allá del alcance de la fantasía. Pues se trata de la misma época en la que los escribas mesopotámicos registraron con escritura cuneiforme sus relatos del héroe Gilgamesh, cuando el salvaje Humbaba acechaba en los bosques de cedros de Líbano, cuando genios y hombres-león merodeaban por las tierras más allá del horizonte. Muchos siglos antes de la brújula, los mapas y el hierro, cuando el mundo era inconcebiblemente más vasto y misterioso de lo que ha sido después, el clavo llegó de los humeantes conos volcánicos de las Molucas al abrasador desierto de Siria. Cómo ocurrió tal cosa y quién lo llevó allí es una incógnita.

Desde la incineración del clavo de Puzurum ha habido muchos más buscadores de especias famosos a lo largo de la historia. Hay nombres que aprendimos en la escuela: Cristóbal Colón, Vasco da Gama y Fernando de Magallanes se enfrentaron al escorbuto, los naufragios, la simple distancia y la ignorancia para encontrar “el lugar donde crecen las especias” con resultados muy dispares. Hubo también fracasos heroicos y colosales: Samuel de Champlain y Henry Hudson buscaron en vano nuez moscada en las nevadas soledades de Canadá; los Padres Peregrinos rastrearon los fríos bosques de Plymouth; otros se congelaron entre los icebergs de Nueva Zembla o dejaron sus huesos blanqueándose en alguna orilla olvidada a un hemisferio de distancia de su objetivo.

Este texto es un fragmento de Las especias. Historia de una tentación (Acantilado), que llega a las librerías el 11 de abril.

Traducción de Miguel Temprano García.

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