¿Cómo son 24 horas en la vida de una ‘influencer’?
Han cambiado las reglas del juego de la industria de la moda. Con su estilo personal y espontáneo, seducen tanto a firmas como a consumidores a través de las redes sociales. Nos adentramos en este universo a través de una de sus pioneras: Gala González. Y capturamos en imágenes una de sus frenéticas jornadas.
TODO EMPEZÓ hace una década. “Y eso que no íbamos a durar ni 10 minutos”, apunta la gallega Gala González, de 31 años, una de las influencers más veteranas del panorama nacional e internacional. Ella se inició en 2005 en Fotolog, la primera gran red social, cuando estudiaba moda en Londres: “Era la forma perfecta para mantener el contacto con mis amigas de A Coruña. Por entonces no existía WhatsApp y el teléfono era carísimo, así que subía mis looks y ponía algún texto”. Pronto desconocidos empezarían a dejar comentarios sobre sus estilismos y a reconocerla por la calle. En ese momento era incapaz de imaginar que estaba apuntalando las bases de una nueva profesión que, a partir de 2007, ejercería desde Blogger, una plataforma que permitía crear un blog en cinco minutos y sin conocimientos técnicos. A ella se sumarían, desde distintas esquinas del mundo, Wendy Lam, de Nitrolicious; Susie Lau, de Style Bubble; Aimee Song, de Song of Style, o Chiara Ferragni, de The Blonde Salad. Ellas son las originales, las influencers de moda que, sin referentes, desde la espontaneidad e inspiradas en las modelos y los estilismos de las revistas, crearon una narrativa propia.
La naturalidad con la que comunicaban y actuaban de prescriptoras conectó rápidamente con el público y pronto las marcas de moda vieron en ellas un nuevo camino para llegar al consumidor final: “Entendieron lo que las revistas y los medios tradicionales no habían sido capaces de entender: habíamos pasado de un monólogo en el que todos escuchábamos a la voz autorizada a un diálogo de muchas voces que permitían comprender, expresar y vivir la moda y el estilo de infinitas maneras”, explica Gabriela Pedranti, analista cultural y consultora que estudia este fenómeno en sus clases del Istituto Europeo di Design (IED). Anna Pascual, madre y representante de Aida Domenech, alias Dulceida, la influencer con más seguidores en España (2,2 millones en Instagram), ha vivido desde el salón de su casa el nacimiento de un fenómeno que se ha convertido en la principal fuente de ingresos de toda la familia. Su hija, cree, ha logrado pulverizar todos los récords por ser “ella misma, tener carisma y trabajar bien y con honestidad”.
El término influencer fue acuñado en 2003 por Ed Keller y Jon Berry en el libro The Influentials, que hacía hincapié en la importancia del boca a boca para crear corrientes de opinión. En los inicios no importaban las faltas de ortografía, la mala iluminación o que un día alabaran una marca de lujo y al siguiente otra de fast fashion: el público los prefería a ellos. “La figura del nativo digital que es prescriptor anónimo y se hace a sí mismo abrió un coto vedado y lo democratizó”, reflexiona Beatriz Portela, representante de González y fundadora de Okiko Talents, una de las primeras agencias del mundo especializadas en influencers de moda. “Tuve la intuición de que venían para quedarse e iban a necesitar una red como la de otros profesionales de sectores similares. Era algo tan novedoso que lo único parecido eran las agencias de modelos, pero estas no sabían gestionar perfiles digitales”. Portela es toda una experta en dar valor al trabajo de sus representados, no solo cerrando el precio de las acciones —promoción de un producto, asistencia a un desfile…—, sino también negociando viajes en primera, y noches y cenas en los mejores restaurantes y hoteles.
“Los prescriptores anónimos han abierto y democratizado el coto vedado de la moda”, según la agente de Gala González
Desde el principio, la valiosa conexión entre los prescriptores de estilo y su público fue explotada por las firmas: primero les agasajaron con regalos e invitaciones, después les ofrecieron remuneraciones por mostrar sus productos o por colaboraciones especiales como, por ejemplo, ejercer de DJ en inauguraciones o ser modelos en sus campañas: “Gran parte de su crecimiento en importancia llega de las propias marcas”, explica Scott Schuman, fotógrafo y fundador de The Sartorialist, un influyente blog de fotografías de looks callejeros que imparte lecciones de estilo desde 2005. El propio Schuman fue protagonista de un momento histórico: en octubre de 2009, Dolce & Gabbana lo sentó, junto a otros blogueros como Bryan Boy, Garancé Doré y Tommy Ton, en la codiciada front row de su desfile en un gesto sin precedentes. Fue la primera vez y, por supuesto, no sería la última, pero el hecho, por novedoso, llenó titulares.
Las marcas enseguida los legitimaron, pero con los medios tradicionales la relación fue más complicada. Al mismo tiempo que recurrían a ellos como reclamo —muchas revistas alojaron bajo sus dominios algunos de estos blogs—, los editores de moda veteranos los miraban con recelo: costaba comprender cómo una pandilla de aficionados había logrado tal estatus. Al intrusismo y la pérdida de autoridad se añadía otro frente: un presupuesto publicitario cada vez más repartido. En este nuevo escenario, las firmas ya no dependían únicamente del apoyo de los medios tradicionales para comunicar y, de hecho, lo hacían no solo a través de los influencers, sino también de sus propios canales en redes sociales.
Con audiencias millonarias, una de las críticas más recurrentes a estas nuevas celebridades es la promoción encubierta y la falta de objetividad en sus recomendaciones. En Estados Unidos deben identificar los contenidos patrocinados de forma explícita, pero en España no hay una regulación específica para la publicidad en redes sociales. El lujoso tren de vida que algunos lucen y sus presuntos ingresos son otros de los puntos de descrédito. “Por un post de Instagram se puede pagar desde 300 hasta 9.000 euros”, confirma Portela, que rechaza dar ejemplos concretos. Pelayo Santos, responsable desde hace seis años del departamento de influencers de la agencia de comunicación Globally, desvela que 25.000 euros es la cifra más alta que han pagado a una influencer por ejercer de embajadora de una marca durante un año. Una prescriptora como Alexandra Pereira, Lovely Pepa, cobra 8.000 euros por protagonizar y colgar un vídeo de Instagram para una firma de cosmética, y otra como Natalia Ferviú puede ganar 3.000 euros en una noche como DJ. Las tarifas, recuerda Portela, dependen de muchas variables: el número de seguidores, la reputación, las interacciones y el impacto en ventas.
Con audiencias millonarias, las críticas a los ‘influencers’ son la publicidad encubierta y su falta de objetividad
Actualmente un 83% de los internautas sigue a marcas en las redes sociales y un 52% afirma que estas han influido en sus compras, según el Estudio Anual de Redes Sociales de 2017 publicado por la asociación de publicidad, marketing y comunicación digital IAB Spain. En 2009 Mango empezó a colaborar con influencers, convirtiéndose en una de las compañías pioneras en apostar por esta figura. Gala González fue una de las primeras que participaron en sus acciones ofreciendo consejos de estilismo: “Fue una apuesta por la innovación. Al inicio la polémica giraba en torno a si estaban legitimados para introducirse en la industria siendo unos outsiders. Pero para Mango nunca hubo duda”, señala Guillermo Corominas, responsable de comunicación de la firma española. En la emblemática tienda multimarca Santa Eulalia de Barcelona, hace años que, dentro de sus planes de marketing online, destinan un 20% de la partida presupuestaria a colaboraciones con influencers. “Son esenciales porque nos permiten llegar de forma directa a nichos de mercado; en nuestro caso, la moda de lujo”, resume su propietario y gerente, Luis Sans.
La profesionalización del sector ha derivado en masificación y para combatirla se está apostando más por la calidad que por la cantidad. Es el momento de los “microinfluencers”, dice Santos, que con menos de 100.000 seguidores, pero altas tasas de engagement, “aportan credibilidad y la gente los percibe más reales. Es una comunidad más nicho, pero muy interesada en el producto, y además estos nombres no están tan prostituidos por las marcas”.
Aunque en una década la transformación del ecosistema ha sido radical, González sigue ahí: “He aprendido que lo importante no es llegar, sino mantenerse y evolucionar”. Si en el origen importaba solo la ropa y la espontaneidad, ahora impera un cuidado estilo de vida y un equilibrio entre aspiración y cercanía. Ella no es la que más seguidores tiene en España, pero sí la que ha logrado una cartera de clientes que la han colocado en la lista de las influencers más valoradas a nivel internacional. Con residencia en Nueva York y agencias de representación en España y Estados Unidos, colabora con firmas como Dior, Max Mara, Bulgari, Michael Kors, Prada, Armani o Valentino. “Dirigimos su carrera hacia la calidad, y eso ha implicado descartar ofertas televisivas que la hubieran posicionado en cifras millonarias de seguidores, pero desvirtuado su imagen”, explica Portela. “Alcanzar una determinada cifra de seguidores no es complicado, lo difícil es lograr que te sigan e interactúen contigo usuarios de calidad”. Hoy, reflexiona, atravesamos un momento que define como “dominado” por la inmediatez: “Todo tiene que suceder ya, sin apenas hacer camino. Lo quieren todo y lo quieren ya. Se está perdiendo la capacidad de espera y, con ella, la perseverancia”. Schuman traza un futuro incierto: “Esto ha sido un gran toque de atención a la industria y todavía falta que se revele la nueva dirección. Ahora todo parece estar en absoluta turbulencia, nada es claro, pero la moda se reinventa constantemente y encontrará un nuevo camino".
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