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Columna
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¡Funciona!

Lo de Puigdemont parece una farsa peregrina y fantasiosa, pero le permite dictar la agenda

Enrique Gil Calvo
Imagen del vídeo difundido el 1 de marzo a través de las redes sociales, en el que el expresident, Carles Puigdemont, anunció que renunciaba "de manera provisional" a su investidura.
Imagen del vídeo difundido el 1 de marzo a través de las redes sociales, en el que el expresident, Carles Puigdemont, anunció que renunciaba "de manera provisional" a su investidura. EFE

La retirada táctica de Puigdemont no ha logrado desbloquear la investidura catalana, que continúa sin resolver a causa del veto de la CUP. Lo que se interpreta desde Madrid y Bruselas con explicaciones opuestas. “Una farsa”, sentencia el portavoz del Gobierno. Y el expresident publica en Instagram una imagen de jaque de ajedrez a la que titula “Puigdemont vs. Spain”. ¿Quién acierta en el encuadre, La Moncloa o Waterloo? Ambos, sin duda. Toda esta función es una farsa increíble y absurda porque las razones del independentismo resultan delirantes. Pero, farsa o no, funciona, pues pese a todo su capital electoral permanece intacto. No hace falta siquiera que sus seguidores se crean lo que les cuentan, pero eso apenas importa, pues lo decisivo no es lo que les dicen sino que lo digan los suyos. Es la guerra mediática de propaganda, y en la guerra, como en el amor, todo vale.

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Estamos en tiempos de guerra, ya sea real o figurada. Un clima bélico propiciado por la guerra fría de Putin, con escalada de armamento nuclear, o la guerra comercial de Trump, con escalada de aranceles. Pues bien, el genio de Waterloo también practica juegos de guerra, en este caso una guerra de independencia contra España. Afortunadamente se trata de una guerra de juguete, pacífica e incruenta, como siempre declaran ante el juez Llarena sus prisioneros de guerra. Pero las guerras no violentas cursan igual que las violentas. El gran sociólogo histórico Charles Tilly se preguntaba por qué los poderes europeos se dedicaron durante siglos a hacerse la guerra entre sí con violencia creciente. Y su respuesta fue: “¡porque funciona!”.

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Antes de la democracia, la violencia era el arma más eficaz como continuación de la política por otros medios. Y en la democracia actual, que es la continuación de la guerra civil por medios incruentos, ocurre lo mismo. La violencia sigue funcionando, aunque ya no sea una violencia bélica sino mediática: es decir, simbólica, como el poder del hombre que desafía a Madrid desde Waterloo. Pues si la violencia bélica servía para ocupar el teatro de operaciones militares, la violencia mediática sirve para ocupar y copar las primeras planas, los titulares de televisión y las redes sociales. Y esa eficacia política de la violencia bélica o mediática es independiente de su justificación legal o racional. La violencia bélica funciona igual aunque la guerra sea justa o injusta, defensiva o agresiva. Y la violencia mediática también es independiente de que su causa sea justa, basada en hechos ciertos, verdades racionales y actividades legales, o injusta, si está hecha de posverdades, propaganda falsa y actividades ilegales. Pues lo único que cuenta es que funcione en los medios de forma efectiva.

Así que cuidado con la guerra de propaganda del estratega de Waterloo. Parece una farsa peregrina y fantasiosa, pero le permite llevar la iniciativa mediática y dictar la agenda política. Y, a juzgar por lo previsto, seguirá haciéndolo desde el imaginario “Espacio Libre de Bruselas”, para condicionar a distancia las actuaciones del Parlament y del futuro Govern. Una superchería, sí. Pero funciona.

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