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Minorías

Los últimos del Kalahari

Los bosquimanos fueron los primeros habitantes de Botsuana. Expulsados de sus tierras y privados de sus derechos, hoy se resisten a duras penas a la desaparición de su cultura ancestral

Kayate, un anciano de la minoría san de Botsuana vestido a la manera tradicional en los alrededores de Ghanzi, en diciembre de 2017.
Kayate, un anciano de la minoría san de Botsuana vestido a la manera tradicional en los alrededores de Ghanzi, en diciembre de 2017.Lola Hierro
Lola Hierro

Kayate sufre por amor. Amor a su cultura, sus tradiciones. Amor a sus recuerdos de los tiempos en los que él y su familia aún podían vivir y crecer en comunión con su tierra, el Kalahari, en pleno corazón de Botsuana. Fue un cazador admirado y reconocido, y lleva esa reputación tatuada en el cuerpo: cada raya, una proeza. Su arrugada espalda, igual que el pecho, está surcada por una infinidad de ellas. Kayate, el guerrero bosquimano, no sabe cuántos años tiene; hoy es un anciano encorvado de cabello blanco, todo hueso y pellejo, que camina descalzo y viste únicamente un calzón de piel y una capa. Pero le brillan los ojos como si de un chaval se tratara cuando se yergue para otear el horizonte, como si esperase encontrar un impala o un Eland que atravesar con su lanza.

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No en vano se siente Kayate orgulloso, pues el suyo es el pueblo más antiguo del sur de África, heredero directo de los primeros hombres. Se calcula que unos 100.000 habitan tierras de Botsuana, Namibia, Sudáfrica y Angola desde hace 20.000 años y poseen saberes y tradiciones antiquísimas y muy valiosas. Son cazadores y recolectores nómadas, y alrededor de unos cinco mil vivieron hasta finales del siglo XX en la Reserva Natural del Kalahari Central, una superficie protegida de 52.800 kilómetros cuadrados cuyos límites se establecieron en 1961. Pero ahora, el orgullo ha dado paso a la melancolía y a un sentimiento de pérdida que llevan los bosquimanos con impotencia y resignación. No viven entre los arbustos, sino en las casas de hormigón construidas por el Estado en asentamientos lejos de su tierra, y año tras año son testigos de cómo su cultura milenaria desaparece.

El declive comenzó cuando el Gobierno les expulsó de sus tierras ancestrales. Cortó su suministro de agua, dejó de prestar servicios básicos como salud y educación y los trasladó por la fuerza, en camionetas, a tres campamentos llamados Nuevo Xade, Kaudwanwe y Xere. Ocurrió en tres ocasiones: 1997, 2002 y 2005. El supuesto propósito era acercarlos a los servicios de salud y educación e integrarlos en la vida moderna y el sistema de un país que hoy tiene uno de los estándares de vida más altos de África.

Pronto, algunas organizaciones de derechos humanos aseguraron que la verdadera razón de esta expulsión era el descubrimiento en los ochenta de un yacimiento de diamantes, la mina Ghaghoo, que comenzó a funcionar en 2014. "Un ministro dijo públicamente que temían que los indígenas fueran a reclamar un porcentaje de beneficios", relata Fiona Watson, investigadora de Survival International. "Pero es absurdo, el problema es que la compañía concesionaria nunca consultó ni consiguió el permiso previo, libre e informado de los habitantes para operar en sus tierras ancestrales".

Tata y Tshamiie recolectan frutos comestibles de un arbusto.
Tata y Tshamiie recolectan frutos comestibles de un arbusto.Lola Hierro

Ante lo que consideraban una violación flagrante de sus derechos, una representación de 189 bosquimanos emprendió una titánica lucha contra el Estado en el Tribunal Supremo, ayudados por organizaciones como Survival y el movimiento Kgeikani Kweni de los primeros habitantes del Kalahari (FPK). Fue el sonado caso Sesana, que duró cinco años. En 2006, una histórica sentencia dio la razón a los denunciantes y el derecho a volver a casa, pero hoy en día, la mayoría no ha podido hacerlo debido a que el Gobierno decidió aplicar la sentencia solamente sobre los denunciantes originales. "Los primeros que volvieron a la reserva encontraron unos guardias en las puertas que pidieron su identificación, comprobaron sus nombres en una lista y, en algunos casos, les negaron la entrada. Desde entonces, estas inspecciones son rutinarias", describe la investigadora María Sapignoli, del Instituto Planck de Antropología Social, en su investigación Los bosquimanos en la ley: Evidencias e identidad en el Tribunal Supremo de Botsuana, publicada en febrero de 2018.

Hoy, el sentimiento que predomina es el de que se ha cometido una injusticia. "Si mi marido puede entrar y mi hijo puede entrar, ¿yo por qué no puedo?", decía una mujer de Kaudwanwe a la antropóloga en 2013. "En 30 o 40 años no habrá gente. Si los que nacen allí tienen que salir a los 18 años, el Gobierno habrá logrado su objetivo", añade Watson. Varios países —entre ellos España— y organismos internacionales han recomendado a Botsuana que acate la sentencia.

Botsuana no es pobre

Con los diamantes como principal motor económico, en apenas 50 años de independencia Botsuana ha pasado de ser uno de los países más pobres de África a ser considerado uno de ingresos medios. En gran parte, ha sido gracias a que el Gobierno ha destinado las ganancias obtenidas a mejorar el servicio de salud y diversificar la economía. De hecho, ocupa el puesto 34 de 180 en el Índice Anticorrupción de Transparency International, ocho posiciones por encima de España.

Además, quedan otros problemas para quienes sí lograron volver. En 2014, entró en vigor una ley que prohíbe la caza en todo el país con el fin de proteger la fauna en peligro de extinción. Salvo en las granjas privadas. Esto, sumado a que no se han dado licencias especiales a los habitantes del Kalahari —pese a que su derecho de cazar fue reconocido por la Corte Suprema en 2006—, los ha dejado sin su principal sustento, pues son acusados de furtivismo cuando lo hacen para alimentar a sus familias. Por ello se les arresta y tortura, denunciaba en 2014 Survival International. "La gente rica puede hacerlo y ofrecer esa actividad a los turistas extranjeros. Pero el bosquimano lo tiene prohibido", critica Watson.

¿Puede el turismo salvar la cultura bosquimana?

La tragedia de Kayate reside en que para salvar las tradiciones que tanto ama tiene que interpretarlas como si de un actor de teatrillo se tratase. El interés de los turistas por esta etnia contribuye en cierto modo a que su cultura no se pierda del todo, si bien es cierto que el mismo Gobierno que intenta expulsarlos de sus tierras a la vez promueve esta cultura como atractivo turístico, algo que para Fiona Watson es muy hipócrita. "Los Usan vestidos con pieles para llamar la atención de turistas, así muy exóticos, pero la misma imagen que ellos quieren proyectar la están negando en la vida real".

Para el ministro de Medioambiente, Vida salvaje y Turismo de Botsuana y hermano del presidente, Tshekedi Stanford Khama, los bosquimanos están incluidos en el modelo turístico del país igual que el resto de ciudadanos. "No tenemos un programa de desarrollo separado, las reglas son las mismas para todos", aseguraba a Planeta Futuro durante la celebración, en diciembre de 2017, del simposio y la asamblea anual del programa marco de turismo sostenible de la ONU en Kasane, al norte del país.

Khama recuerda que en Botsuana existen las llamadas áreas comunitarias de gestión de recursos naturales, de las que estas obtienen su sustento gracias al turismo. "Recientemente los hemos involucrado [a los indígenas] en varios aspectos de la Reserva donde solo estas comunidades pueden administrar sus recursos, por lo que ninguna otra puede entrar y aprovecharlas", explica. El ministro se refiere a un fondo comunitario creado en agosto de 2017 cuyo objetivo es proteger y controlar el uso de los recursos naturales de cualquier daño, así como idear buenas prácticas y herramientas de gestión entre los proyectos para garantizar su sostenibilidad. Pero, según ha revelado el diario Sunday Standard, es en realidad un subterfugio para infiltrarse y controlar a los habitantes. Este punto es corroborado por Jumanda Gakelebone, veterano activista y portavoz de esta minoría, que asevera no haber sido informado ni convocado a las reuniones de este fondo. "No sabemos nada de los detalles ni tenemos control alguno, pensamos que es una manera de controlar toda la reserva", afirma.

Conflictos gubernamentales aparte, existen en Botsuana iniciativas turísticas que contribuyen de alguna manera a que la cultura no desaparezca del todo. Gracias a los guías locales, los viajeros conocen las danzas tradicionales y las costumbres de esta etnia, como el uso de hierbas medicinales. "Iniciativas así son buenas porque dan un sueldo y tal vez un poco de orgullo, pero no se va al fondo de la cuestión, que es la falta de reconocimiento de sus derechos territoriales y el derecho a la autodeterminación", indica Watson. Una de ellas es la que se lleva a cabo en el campamento Trail Blazers Camp, situado a pocos kilómetros de Ghanzi, uno de los mayores núcleos de población a las puertas del Kalahari.

En 2006, una histórica sentencia dio la razón a los bosquimanos y el derecho a volver a casa

Wame, de 23 años, es uno de los varones más jóvenes del grupo que trabaja para el Trail Blazers. En directo, cumple su papel a la perfección y nadie que ignore la realidad de esta minoría diría que está actuando. Salvo los más observadores, porque a Wame se le entrevé el calzoncillo de algodón azul, perfectamente moderno, entre los pliegues de su taparrabos de piel de impala.

A Wame le acompaña un nutrido grupo de paisanos. Kayate, el anciano guerrero; Bootshou, que debe ser igual de vieja que él, y otras mujeres como Quokwa, Gakebagape, Tata, que lleva un bebé a cuestas, y Xobana, la más jovencita, a quien le gusta fumar. Todos hablan en su lengua materna, el complicadísimo khoisan. Con ella y con la mímica, Wame y Tshamiie, que son de la misma edad, explican a los visitantes cómo emplean los frutos que la naturaleza pone a su alcance para remediar toda clase de dolencias.

Este grupo de Wame, Kayate y compañía trabaja dos horas por la mañana para dar un paseo con los turistas y otras dos por la noche, cuando realizan una danza tradicional en torno a una hoguera, otra tradición muy suya y casi perdida. Noleen Seymour, directora de Trail Blazers, explica cómo trabajan con ellos: "Hablamos con los jefes de las comunidades y les pedimos una cantidad de gente. El contrato es por tres meses, pero si quieren pueden extenderlo o marcharse antes si no les gusta estar aquí", describe. Mientras dura el trabajo, los empleados pueden vivir en una granja con cocina, duchas, dormitorios... Pero Seymour asegura que prefieren quedarse en las cabañas que a priori están a disposición de los turistas que desean vivir una experiencia auténticamente bosquimana. "Les damos colchones, pero no les gusta esa comodidad, prefieren dormir en el suelo".

Xobana, Tata y Gakebagape, vestidas con ropas hechas de piel de animal.
Xobana, Tata y Gakebagape, vestidas con ropas hechas de piel de animal.Lola Hierro

Las consecuencias de entrar en el sistema

A las diez de la mañana de un caluroso día de diciembre, Wame aprovecha el viaje del todoterreno del establecimiento turístico para llegar a Ghanzi. Le acompaña Kayate, el anciano guerrero, Quokwa, que va al médico y dos jóvenes más. Wame viste camiseta, bermudas y deportivas. Y habla inglés. Richard, subdrector del Trail Blazers, conduce la camioneta. En un momento dado, suben otros dos niños de no más de 11 años a los que Richard conoce. Este no tarda en detener el vehículo, bajarse del mismo, acercarse a la parte trasera y leerles la cartilla de manera furibunda. "Les regaña porque se ha enterado de que ayer estuvieron esnifando pegamento", interpreta Wame.

La entrada de esta minoría en la vida industrializada ha tenido consecuencias múltiples para ellos, y una de las peores ha sido el fácil acceso al alcohol y otras drogas. Están desocupados porque no tienen capacidades para obtener un empleo dentro del sistema. "Hay un problema muy grande con los jóvenes. No hacen mucho en el colegio, vuelven a vivir con los padres y se aburren, así que se van al shebeen [un bar] porque es muy barato. Beben todos los días desde los 12 años", explica Gakelebone. En Ghanzi hay una escuela secundaria y chavales como Wame, que fueron reasentados, se han educado en ellas, pero en estos centros se estudia setswana e inglés, no khoisan.

Los bosquimanos son acusados de cazar furtivamente cuando lo hacen para alimentar a sus familias

Noleen Seymour corrobora los problemas de alcoholismo: "Pagamos mil pulas mensuales (85 euros) por trabajar dos horas por la mañana y dos por la tarde, el resto del día es libre", explica. "Pero sí, gastan el dinero en alcohol, así que cada semana les damos carne y una vez al mes compramos raciones de leche, azúcar y lo que necesiten. De esta manera, al menos sabemos que se están alimentando".

Para Gakelebone, uno de los problemas es la falta de posibilidades para acceder a un buen empleo, sobre todo en el caso de los mayores, que han pasado parte de su vida cazando y recolectando en el bosque. Todo esto viene por haberles introducido a la fuerza en un sistema de vida que no tiene nada que ver con ellos. "Para conseguirlo tienes que ir al colegio y estudiar; no lo tienen fácil".

El Estado da comida a quienes no trabajan: pan, azúcar, té y maíz, y al final dependen de las instituciones y eso no da mucha seguridad porque los programas pueden terminar en cualquier momento. "Ellos saben buscar su alimento por sí mismos en el bosque, no necesitan que se la den, y encima están costando dinero al país", argumenta el activista. "Ahora compran una comida horrible que no tiene nada de proteínas", completa Watson. "La dieta de carne de antílope era fenomenal y ahora viven de latas, de sal, de azúcar... Apuesto a que en 20 o 30 años vamos a ver, como estamos viendo en Estados Unidos o en Australia, que la gente expulsada de su tierra no tiene una vida mejor en términos de salud. Hay obesidad y hay diabetes, ya hemos visto todo eso antes".

Xobana, mujer bosquimana residente en Ghanzi, fuma un cigarrillo.
Xobana, mujer bosquimana residente en Ghanzi, fuma un cigarrillo.Lola Hierro

Hoy, Kayate no puede cazar, ni fabricar ropa con las pieles de los animales capturados, ni buscar plantas medicinales, ni dormir en el bosque. Solo puede volver a sus costumbres si es para enseñarlas a los turistas. Su reivindicación pasa por aceptar que cada día tiene que simular que se interna en el bosque para buscar animales y plantas es la única manera que tiene para luchar contra el olvido. Para, al menos, morir matando, morirse diciéndole a los turistas y al mundo entero que la historia de su pueblo se va a perder. Que eso no puede pasar. Que necesitan ayuda.

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Sobre la firma

Lola Hierro
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.

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