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MIRADOR
Columna
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Barea

Las fosas del franquismo no sólo están en la tierra, están también en la memoria

Julio Llamazares
El escritor Arturo Barea junto a su perro Mickey en su casa de Reino Unido.
El escritor Arturo Barea junto a su perro Mickey en su casa de Reino Unido.

Aun siendo un autor menor comparado con los grandes de su tiempo (Machado, Lorca o, en su significación simbólica, Miguel Hernández), Arturo Barea es el paradigma del literato español del exilio tanto por su destino inusual en Inglaterra como por el desconocimiento en el que estuvo siempre, tanto que no fue publicado en España hasta muerto el dictador. Todavía hoy Barea sigue siendo un perfecto desconocido para muchos compatriotas suyos pese a la españolidad de su obra, sobre todo de su trilogía principal, titulada La forja de un rebelde, y a los esfuerzos de sus admiradores, la mayoría de ellos ingleses para vergüenza de nuestros críticos nacionales.

Uno de esos admiradores ingleses, William Chislett, veterano corresponsal de prensa en España, acaba de organizar a partir de su propia colección de libros y documentos del escritor madrileño fallecido en los años cincuenta sin haber podido regresar a España una pequeña exposición en la sede central del Instituto Cervantes de Madrid cuya importancia simbólica es monumental, pues se trata de la primera que se le hace en su ciudad a un madrileño de Lavapiés al que el destino y la guerra llevaron lejos de su país. Español por encima de todo, republicano y rebelde hasta su final, el hijo de la lavandera que veía hincharse con el viento los pantalones de los soldados que su madre colgaba de los tendederos después de lavarlos en el Manzanares y que apenas pudo estudiar a causa de su pobreza es el autor de una trilogía que más que contar su vida cuenta la de su generación, una generación castigada y diezmada por una guerra y una dictadura cuyos efectos aún son perceptibles hoy. Que Barea no fuese editado en España hasta los años setenta (no así en español, pues la editorial Losada lo había hecho ya 20 años antes en Argentina, con gran éxito, por cierto) y que su reconocimiento no haya llegado hasta nuestros días y que lo haga gracias principalmente a los mismos ingleses que lo acogieron cuando se quedó sin patria indica hasta qué punto la anomalía de nuestra reciente historia, ya sea política o literaria, sigue vigente. Las fosas del franquismo no solo están en la tierra, están también en una memoria que, como la de este país, oculta más agujeros negros de los que imaginamos. Lo dice Antonio Muñoz Molina en uno de los prólogos del excelente catálogo de la exposición: “Una guerra tan destructiva y una dictadura tan larga y cruenta como la española hacen muy difícil y hasta imposible el regreso de los que se fueron. Las vidas humanas son muy cortas y la ausencia crea zanjas de desconocimiento que luego son muy difíciles de remediar”.

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